Crisol de aspiraciones ideológicas, el internacionalismo es ante todo parte de las relaciones de fuerza en el escenario internacional, es decir, en la confrontación entre los Estados, principales entidades estratégicas del tablero mundial, pero también de las relaciones entre los pueblos cuya influencia se ha intensificado en los últimos tres decenios apalancada por la economía y la sociedad de la información.
El despegue de la globalización en la década de 1990 fue también el de nuevas corrientes internacionalistas (altermundialismo, neoliberalismo, multilateralismo, derechos humanos, ecologismo). Si bien el orden global sigue descansando sobre las mismas bases desde el período posterior a 1945, el despertar de las fronteras y el endurecimiento de las relaciones internacionales han generado puntos ciegos o contradicciones en estos movimientos. En efecto, han surgido obstáculos en la marcha de la globalización, menos relacionados con el propio funcionamiento que con la naturaleza de los enfrentamientos entre las entidades que constituyen la base.
En 2022, treinta años después, el mundo se ha “rearmado” de manera manifiesta, sin que ningún aggiornamento intelectual haya podido inervar realmente las ramificaciones de la solidaridad internacional y ciertos espacios políticos. Como en otros tiempos, el riesgo es perder el control de lo que está en juego y ver los espacios vacíos ocupados por movimientos reaccionarios o anacrónicos. En este sentido, nos parece importante señalar dos cerrojos estructurales.
1. El choque estructural de los nacionalismos económicos
El pensamiento dominante, arraigado en el liberalismo, por mucho tiempo ocultó la naturaleza de los conflictos instigados por los Estados en nombre del expansionismo económico. Una de las consecuencias es haber encerrado a muchos actores en un debate polarizado entre, por un lado, la economía liberal y el intercambio equilibrado, que van de la mano con el ideal democrático, y por otro, las contracorrientes que se les oponían (comunistas, marxistas, anticapitalistas, etc.). La interpretación clásica de los conflictos desde un ángulo militar y geopolítico también ha contribuido a marginar el peso de los enfrentamientos económicos.
1.1 El ocultamiento histórico de la violencia económica
Una breve retrospectiva permite respaldar esta observación. En el siglo XVIII, la enunciación de las bases del liberalismo por Adam Smith estableció un primer realce que logró enmascarar hábilmente la intención del Reino Unido de dominar el mercado europeo continental al inicio de la primera Revolución Industrial. A fines del siglo XIX, el alemán Friedrich List es uno de los primeros en deconstruir esta base ideológica oponiéndole la idea de un “proteccionismo educativo”1 que intenta trasladar la reflexión al campo de la economía política. La economista Shirine Saberan2 será una de las pocas–mucho más tarde–en haber precisado cómo las nociones de interés general y riqueza de las naciones, formalizadas por el filósofo escocés, crearon una ilusión óptica que encubría la búsqueda de la acumulación de potencia nacional por parte de la economía inglesa.
Con el giro de la Ilustración, las tesis de Adam Smith triunfan a su vez sobre la iglesia y la monarquía. La corriente liberal va entonces contra el Estado. La escuela realista que, desde Tucídides a Aron, pasando por Dante, Rousseau, Hobbes y Maquiavelo, está comprometida con el Leviatán, postula con razón que las relaciones interestatales están en el centro de la conflictividad. Pero como Montesquieu y su noción de “doux commerce”, la violencia económica no se concibe como violencia estructural, porque no está directamente conectada con la acción del Estado.
Se corre así un espeso velo sobre los enfrentamientos económicos, si bien ciertas corrientes más arraigadas en una visión transnacional son menos proclives a esta idea. Los estadounidenses Joseph Nye y Robert Kehoane, por ejemplo, se oponen a la idea de que las interdependencias aumentan de manera automática las posibilidades de paz y reducen proporcionalmente las de guerra. Al final de la Segunda Guerra Mundial, la internacional liberal encarnada en el Manifiesto de Oxford3 también se opone a ciertas posiciones liberales que designan al Estado como enemigo del intercambio. Enfrente, los ultraliberales endurecerán posiciones presionando sobre la herida sangrienta que habrán creado los Estados totalitarios durante los dos últimos conflictos mundiales. Esta corriente eventualmente se impondrá y allanará el camino para una escuela aún más radical, la del neoliberalismo.
Como sabemos, la caída de la Unión Soviética es el punto de inflexión geopolítico que galvanizará la corriente liberal. Samuel Huntington, Francis Fukuyama y Alvin Toffler llevan la ideología al apogeo. La ironía de la historia habrá querido que el derrumbe se produjera precisamente en el bando que había vaticinado la eliminación del otro bajo el efecto de las propias contradicciones. Sin embargo, como señala Ali Laïdi en su muy original Histoire mondiale de la guerre économique, son los marxistas, en particular Nikolái Bujarin, quienes observan más atentamente el uso de la violencia económica en las relaciones internacionales. Mientras Thomas Hobbes y Max Weber condensan el monopolio de la violencia en torno al Estado, el ruso Nikolái Bujarin asocia el capitalismo con el comportamiento imperialista y también cuestiona el principio de una solidaridad que emanaría espontáneamente del desarrollo de los intercambios.
A fin de cuentas, el duelo entre el liberalismo y el marxismo sostenido durante casi dos siglos ratifica el sobreseimiento de la naturaleza compleja de los enfrentamientos económicos. En el siglo XX, Fernand Braudel e Immanuel Wallerstein, respectivamente, destacan el papel de los territorios en las sucesivas etapas de la economía mundial y las interacciones entre los sistemas nacionales. Samir Amin, entre otros pensadores del colonialismo económico (Prebisch, Quijano, Arrighi, etc.), actualizará una serie de contradicciones dentro del modelo liberal y también trazará un paralelismo entre el imperialismo y las lógicas de dominación económica.
Estos autores tienen el mérito de haber identificado una parte de la violencia económica y bélica que emana del modelo capitalista, pero no incursionaron en el opaco terreno de las relaciones de fuerza económicas. Al final, las dos matrices liberal y marxista fueron muy discretas a la hora de descifrar el espesor de las confrontaciones económicas. Por extensión, se observa la misma dificultad cuando se trata de comprender la aprensión a la recuperación de los países de Asia Oriental y otros países emergentes a partir de la década de 1980.
1.2 El ascenso de China y otros países emergentes se explica por un nuevo arte del combate económico
En efecto, ¿cómo explicar que China haya ascendido al segundo lugar de la economía mundial en el espacio de apenas unos cincuenta años, y ello sin recurrir a acciones de carácter militar e imperialista, entendidas en el sentido clásico de intervencionismo y control territorial, como fue el caso a lo largo de la expansión europea? Del mismo modo, ¿cómo entender el ascenso de las economías conquistadoras de Japón y Corea y lo que ahora podemos llamar, desde 2010, el fin de la “gran divergencia” entre Occidente y Oriente4? Otros modelos de economía combativa también han surgido en India, Turquía, Rusia, Alemania, o incluso en Israel y Brasil.
Es cierto que se podría argumentar que estos países se han beneficiado del tamaño favorable de sus mercados internos, de condiciones de modernización particularmente boyantes o de efectos de apalancamiento en los mercados internacionales. Pero estos argumentos, tomados de los libros de texto del libre comercio, se resisten muy poco a la singularidad de las trayectorias mencionadas. Para ubicar la raíz de estas evoluciones, es necesario reintroducir tres nociones que han permanecido hasta ahora en el impensado colectivo: la cuestión nacional, la reconstrucción de potencia en el campo geoeconómico y el arte del combate económico en la globalización.
Las economías asiáticas, al igual que otras economías avanzadas o emergentes, han puesto en marcha estrategias de conquista y combate económico, capaces por un lado de aprovechar los márgenes de maniobra que ofrece el tablero geopolítico y, por otro, de apoderarse de los motores de la globalización poniéndolos al servicio del retorno de potencia y luego del expansionismo. La puesta en marcha de estas estrategias, desde los albores del capitalismo, es pues inseparable de la cuestión nacional, es decir, de la existencia de una élite suficientemente homogénea, portadora de un patriotismo nacional y capaz de movilizar sus fuerzas económicas dentro de un modelo que va más allá de la separación artificialmente trazada entre el Estado y el mercado.
La consolidación de las distintas formas de capitalismo de Estado, el enriquecimiento de la Nación y a su alrededor un haz coordinado de acciones de conquista de mercados económicos, tecnologías y conocimientos constituyen el esqueleto de estas estrategias de combate contemporáneas. El modus operandi que sustenta estas estrategias barre todos los campos: legal, ilegal, secreto, abierto, político, civil, financiero, económico, etc. En pura lógica realista, todas las jugadas (o casi todas) están permitidas en una arena interestatal que da rienda suelta a estos fenómenos, dadas las condiciones de regulación actuales. Ahora bien, este modo de enfrentamiento no es un “peso pluma” en las relaciones de fuerza. Esta guerra económica se ha convertido en una modalidad de conflicto cuyo impacto puede ser tan decisivo como la guerra convencional en términos de transformación de una situación estratégica.
El envolvimiento estratégico de China es una obra maestra en este sentido. Justo antes, la estrategia de Japón también fue un modelo en su género antes de ser frenada en seco por una alianza entre Estados Unidos y Europa a finales de la década de 1990. Mostrándose ante todo como un nuevo estudiante convertido a la apertura de los mercados, China ha logrado convertirse en la fábrica del mundo sin dejar de ejercer un férreo control sobre las inversiones extranjeras que llegan a su suelo. Una vez concentrada la mayoría de los medios de producción manufacturera en su territorio, acaparó el conocimiento en una escala sin precedentes. La captación de propiedad intelectual realizada por los chinos se ha evaluado en cerca de 600.000 millones de dólares anuales, volumen que corresponde según ciertas estimaciones a la mayor transferencia de riqueza realizada en la historia5. Hay en las economías desarrolladas quienes no vieron esta maniobra como una empresa de conquista o una amenaza de carácter “imperialista”.
Parafraseando a Antonio Gramsci, la paradoja es que este arte del combate económico se quedó en el peso muerto de la historia. A lo que hay que añadir que se ocultaba sutilmente en la intensidad de la luz que proyectaba el triunfalismo neoliberal, así como–paradójicamente, como hemos visto–en corrientes que se le oponían. En la práctica, en el mismo momento en que se creó la OMC en 1995, las naciones anteriormente aliadas ya daban señales de entrar en competencia y veían deteriorarse la solidaridad que habían tejido en el bloque occidental.
Hay que acudir a autores como Edward Luttwak, Gérard Chaliand o Christian Harbulot para ver rehabilitada la noción de guerra económica o de reconstrucción de potencia a través de la economía. En el plano filosófico, Kant, Nietzsche o Foucault rozaron la cuestión a través del análisis de la competencia y las relaciones sociales. Otros pensadores, como Anton Zichka y Bernard Esambert, también desbrozaron este campo del conocimiento marginado en las ciencias económicas y políticas.
1.3 El nacionalismo económico estructura las relaciones de fuerza
Hasta hace poco, la globalización coincidía sin proporción con las proyecciones del imperium norteamericano. En línea con la dominación de espectro completo diseñada por los ideólogos neoconservadores, su supremacía fue ejercida en todas las áreas de interdependencia hasta la década de 2000. Desde 2001, el tablero global suele presentar polos nacionales en competencia cuyas modalidades de confrontación se han extendido precisamente a todos los estratos que componen las relaciones internacionales.
Después de la dramática retirada de Irak y Afganistán, Washington fortalece las alianzas para contener a Pekín y dobla la apuesta en la búsqueda de supremacía informativa y económica. China apunta al liderazgo económico mundial y despliega estrategias de conquista en todos los frentes. Fuera de este duopolio líder, los pretendientes despliegan estrategias competitivas, jugando simultáneamente en varios registros de conflictividad. El enfrentamiento militar es uno de ellos, por supuesto arriesgado y costoso, pero con efectos políticos ahora más limitados. La hostilidad o la molestia es otro, dirigido a erosionar y debilitar al adversario, manteniéndose mientras por debajo del umbral del conflicto abierto. Finalmente, la competencia y la influencia se refieren al esfuerzo de dominación por parte de un actor, rival o aliado, a través de acciones cognitivas o económicas. El combate económico que hemos descrito actúa sobre todos estos registros de conflictividad.
El recrudecimiento del mundo está ligado en gran medida a este choque estructural de los nacionalismos y la extensión de la conflictividad, provocados por los actores más agresivos. En la práctica, todos los países emergentes libran las batallas de los débiles contra los fuertes en el campo de la economía, con el objetivo de reconstruir su potencia en el tablero geopolítico. Ahora bien, tal choque de nacionalismos modifica la gramática de los conflictos. El orden geopolítico aún descansa sobre los cimientos del período posterior a 1945, sorprendentemente estables. Pero el clima estratégico ha evolucionado. Los incesantes flujos de intereses que atraviesan el espacio transnacional se superponen de manera contradictoria a las cooperaciones, las hostilidades o los enfrentamientos. Ser el aliado de seguridad de una nación no impide que también sea un rival económico. Un socio político puede ser un objetivo cultural que debilitar. Más allá del perímetro de los Estados y las empresas, los ciudadanos y los pueblos también son objeto de ofensivas cognitivas, informativas y económicas. Además, tal escenario proporciona márgenes conflictivos que favorecen tanto la dominación de los débiles por los fuertes como la subversión de los fuertes por los débiles, lo que a su vez aviva la intensidad de las confrontaciones.
Esta pintura hobbesiana da una primera idea del reordenamiento que es necesario producir en los marcos de interpretación. Las luchas se invierten, mientras que la delimitación binaria entre estado de guerra y estado de paz resulta reduccionista. La globalización neoliberal ya no es exactamente sinónimo del imperium estadounidense. La mercantilización y el neoliberalismo, nociones cardinales de los movimientos antiglobalización, han sido señaladas con razón para cuestionar la mano invisible de las potencias. Sin embargo, la inclinación por su deconstrucción ya no puede ignorar las relaciones de fuerza de las que depende la dignidad de los pueblos y las naciones. Cierto es que las contradicciones del sistema internacional siguen situándose en los modos de dominación, las injusticias endémicas o las formas predatorias de productivismo. Pero una parte importante de los efectos deletéreos que denuncian muchos movimientos va a estar ligada al uso conflictivo de la economía que se produce en el concierto de las ambiciones nacionalistas. Para decirlo más concretamente: la desindustrialización, el desempleo, la devaluación de la moneda o la pérdida de cuota de mercado, siempre según el contexto, son más las consecuencias de la lucha económica subordinada a un objetivo geopolítico que a los principios endógenos del capitalismo.
El bloqueo de los marcos de interpretación también explica la importante confusión de géneros que caracterizó la interpretación de ciertos acontecimientos de envergadura mundial, y el establecimiento paulatino de las solidaridades internacionales. Los conflictos ruso-ucraniano, sirio, congoleño, saheliano, boliviano, venezolano, entre otros, han estado marcados por una importante desorientación en los análisis. El campismo, al igual que otras posturas que privilegian una mirada congelada en detrimento de una realidad mucho más dinámica, ha arrojado un velo de anacronismo sobre estas situaciones.
Sin embargo, estas mutaciones constituyen un verdadero soplo de aire fresco para los movimientos internacionalistas. Ampliar el marco de interpretación de las formas de violencia, explorar un arte defensivo del combate económico con el objetivo de pacificar el espacio transnacional, concebir mecanismos institucionales capaces de pilotar un poco este presistema multipolar, son todos horizontes prometedores. Una de las dificultades radica en el hecho de no limitarse ya a enfoques y definiciones anteriores. Otra es tener en cuenta que, en el contexto actual, los movimientos internacionalistas se encuentran en el centro de un nuevo campo de batalla multipolar que los convierte en blanco de maniobras de influencia.
2. Repliegue de la hiperpotencia, auge de la potencia blanda
La segunda cuestión que resurge en el internacionalismo y que se hace eco del punto anterior, es la de la potencia, y más precisamente la del incremento de la potencia en un mundo multipolar.
2.1 El ejemplo de Ucrania
Esta cuestión tiene una ilustración reciente en la guerra abierta entre Rusia y Ucrania, en una Europa que ha transitado históricamente por un sistema de gestión de los excesos de la potencia, a saber, el orden de Westfalia, reformulado posteriormente en el sistema de seguridad colectivo de Naciones Unidas. Planteemos por un momento la siguiente hipótesis: ¿cuál habría sido el destino de Ucrania en un concierto de democracias europeas que estuvieran menos distanciadas de la potencia y que pudieran haber ofrecido una fuerza disuasoria entre Moscú y Washington en nombre de mantener la seguridad europea? ¿No habrían estado más inclinadas a anticipar el riesgo de arrastrar a Ucrania a un cruce entre, por un lado, el proyecto de EE. UU. destinado a separar a Ucrania de la órbita de Rusia en 1991 y, por otro, el deseo de Rusia de recuperar el control de uno de sus territorios fundadores tras recuperar la confianza en su influencia internacional?
Esta hipótesis, por supuesto discutible, subraya sin embargo que la renuncia de Europa a manifestar una voluntad común de potencia en el plano militar contribuyó ampliamente al vacío estratégico en la seguridad europea y en Ucrania, teniendo en cuenta el grado de hostilidades expresado por Washington y luego por Rusia en la continuidad de la Guerra Fría. En un escenario que recuerda al episodio de los acuerdos de Munich en 1938, buscaba de alguna manera desactivar la escalada militar actuando esencialmente sobre el terreno de la diplomacia y evitando el escabroso terreno de la realpolitik. Ahora bien, el mismo tipo de dilema está en el orden del día con Turquía, a pesar de ser miembro de la OTAN, que no duda en avanzar sobre el derecho internacional y moviliza su fuerza militar en el Mediterráneo y en Oriente Medio. Como señala el geógrafo Michel Foucher, el hecho consumado está dando sus frutos tanto en el Mediterráneo como en el Mar de China, en la medida en que la fuerza da mejores resultados que la ley y la diplomacia.
2.2 Permanencia de la potencia y disparidad de los regímenes políticos
Más allá de estos dos ejemplos, el dilema fundamental que se plantea de nuevo es el de las relaciones entre la potencia y la disparidad de los regímenes políticos que pueblan el nuevo tablero conflictivo que hemos intentado esquematizar. Con la revolución filosófica de la Ilustración en el siglo XVIII, Immanuel Kant postuló que la democracia, naturalmente refractaria a la guerra, podía augurar un horizonte de paz perpetua capaz de pasar página a los ciclos incesantes de paz y guerra. La historia ha dado razón de esta inversión conceptual dentro del espacio políticamente homogéneo de Europa. Pero no es el caso en otras democracias y a escala internacional, aun cuando los conflictos abiertos han tendido a disminuir cuantitativamente.
Tras la supresión del imperialismo europeo, Estados Unidos se encontró ante el dilema de poner su potencia al servicio de asegurar el espacio internacional. Asumió esta visión kantiana a su manera, en particular bajo las presidencias de Woodrow Wilson, Jimmy Carter y George W. Bush. Ser superpotencia le permitió impulsar el modelo de la democracia, pero también moldear ciertos regímenes políticos recalcitrantes conforme a sus intereses, incluidos regímenes de carácter despótico totalmente antitéticos a los anteriores. Su posición unipolar en la década de 1990 lo enfrentó a dos opciones geopolíticas: proyectarse hacia el futuro instaurando un verdadero sistema de seguridad colectiva u ocupar una posición hegemónica, jugando con las relaciones de fuerza que le eran favorables a riesgo de provocar una anarquía comparable a la que precedió al equilibrio westfaliano.
Después de la corta esperanza de una atmósfera multilateral que llevó Washington en la posguerra fría, los atentados de septiembre de 2001 lanzaron a la potencia atlántica de cabeza por la segunda vía. La cultura estratégica estadounidense y los neoconservadores ratificaron una empresa de homogeneización geopolítica, en claro contraste con un tablero internacional fundamentalmente desequilibrado y heterogéneo, que además está poblado por injusticias endémicas. Además de la conmoción psíquica propinada por el segundo “Pearl Harbor” de 2001, el historiador Arnaud Blin señala de pasada que los neoconservadores lograron astutamente arrebatarle a la izquierda estadounidense el monopolio de la producción de ideas políticas.
2.3 Los resultados de la hiperpotencia
Veinte años después, los resultados de esta aventura imperial son inequívocos. Por un lado, demuestra la paradoja de la potencia de Estados Unidos, que sufre una regresión de su fuerza bruta y su margen de maniobra a nivel internacional. Por otro lado, pone en evidencia la omnipresencia de los flujos de intereses y de potencia, en la medida en que el fracaso de las iniciativas estadounidenses en Irak y Afganistán generó espacios vacantes que fueron rápidamente ocupados por Turquía, Rusia, Irán o China. El enfrentamiento en Ucrania recordó lo que ya habíamos visto en 2001 y en otros lugares, a saber, que las guerras pueden ser desastrosas para cualquier invasor. Ciertamente, la actual fase del enfrentamiento en Ucrania le ha dado a Washington un respiro para cerrar filas en su alianza de seguridad en torno a la OTAN, evitando al mismo tiempo el costo de una escalada a los extremos. El hecho es que la tendencia geopolítica actual es la de un declive de la hegemonía occidental y la progresión de un grupo de potencias que trasladan el epicentro geopolítico a Asia. Con este panorama posterior al reflejo imperial de 2001, Occidente está ahora más aislado en África, mientras que en América Latina se practica abiertamente el no alineamiento con la pax americana.
Esta reconfiguración geopolítica pinta un cuadro que se parece cada vez más a una Europa del siglo XVIII, es decir, a un sistema relativamente heterogéneo, sin un director de orquesta principal, dominado por unas pocas potencias mundiales y regionales importantes. Estados Unidos y China son las dos piezas clave, jugando el papel de árbitros en un pseudoequilibrio en el que los pocos elementos perturbadores (Corea del Norte, Rusia, Irán y Pakistán) no tienen capacidades reales, a pesar de la amenaza nuclear, para desafiar el status quo. A corto y mediano plazo, es difícil imaginar cómo esta deslucida situación geopolítica podría responder a las crisis que afectan a regiones enteras y sobre todo a los grandes desafíos vinculados a la globalización. Ciertamente, las Naciones Unidas y el derecho internacional tendrán un papel que desempeñar, pero no podrán influir en el curso de los acontecimientos lo suficiente como para revertir las reglas de la política internacional.
La retirada del triunfalismo y la machtpolitik capturada por la hiperpotencia, el ascenso de una nueva realpolitik y la potencia blanda. Esta es la ecuación que parece estructurar por el momento el presistema multipolar, que en última instancia es similar al que preexistía al sistema de Westfalia. Anárquico y por el momento sin reglas establecidas (a diferencia del orden de Westfalia que tiene un cierto número de reglas), este orden es fundamentalmente propicio para las relaciones de fuerza y las lógicas de incremento de la potencia. Vislumbramos en la primera parte de este texto cómo se estaba reconstruyendo en el campo de la geoeconomía y cómo se convirtió en un campo principal de confrontación a partir de la década de 1990.
2.4 Un rearmado mental para el internacionalismo
Ahora bien, este panorama no deja de ser una onda de choque para el movimiento internacionalista que se construyó en gran parte sobre la idea de ir más allá de la realpolitik. Para una parte de la elite intelectual mundial, los sinsabores de la potencia bruta han alimentado directamente el sentimiento de caducidad de la fuerza y, sobre todo, el repliegue a una postura de rechazo de la potencia. En Europa, pero no solo allí, la renuncia a la potencia ha ido de la mano con un intento de superación humanista de las relaciones de fuerza. Es lo que no dejaba de subrayar, no sin cierta arrogancia, el analista neoconservador estadounidense Robert Kagan: “Europa está en proceso de renunciar a su potencia o, dicho de otro modo, lo está desviando en beneficio de un mundo cerrado, compuesto por leyes y normas, negociación y cooperación transnacionales6”.
Sin embargo, el hecho es que, particularmente desde la década de 1990, los Estados pequeños, medianos o grandes han desarrollado estrategias para la reconstrucción de potencia que amplían las modalidades de conquista, dominación e influencia. La nueva división del mundo es inseparable de un arte de conquista aplicado de manera combativa por las potencias nacientes. Estas estrategias se desplegaron en terrenos imbricados, en lógicas de dominación (de los fuertes a los débiles) y de subversión (de los débiles a los fuertes), aprovechando las brechas abiertas por el repliegue del imperialismo clásico y de las viejas potencias. La confrontación militar no ha desaparecido, pero hemos visto que los objetivos políticos que pretende alcanzar son más circunscritos. Si bien las interdependencias no han dejado de tener una finalidad contrapuesta, las relaciones de fuerza han adquirido un carácter más sistémico. Las alianzas ambiguas, en apariencia contradictorias, ahora son moneda corriente. La inteligencia de las relaciones de fuerza, la acción coordinada en diferentes tableros y la coherencia estratégica se han convertido en variables determinantes.
En este paisaje cambiante, todo nos lleva a creer que las interpretaciones demasiado moralistas e idealistas difícilmente morirán. El mundo duro y conflictivo que se ha gestado ante nuestros ojos exige miradas realistas, capaces de poner en diálogo la inteligencia de las relaciones de fuerza con una ética humanista. Se trata también de la sostenibilidad de la democracia, ya que la inhibición de los medios de comunicación o de la esfera política frente a estas problemáticas conduce a cesuras mentales que contribuyen a tender el lecho de los movimientos extremistas en Europa y en otros lugares. Este rearmado global implica para los movimientos internacionalistas un profundo desafío de percepción y renovación. Un sentimiento de desilusión puede surgir de este ambiente planetario frío y abrupto. Pero lleva las semillas de una formidable ola de repolitización del mundo, que constituye una oportunidad a aprovechar.
- Friedrich List, Système national d’économie politique, Capelle, 1857. Disponible en https://archive.org/details/systmenational00list.
- Shirine Saberan. La notion d’intérêt général chez Adam Smith: de la richesse des nations à la puissance des nations. Revue Géoéconomie, n.°45, 2008. https://www.cairn.info/revue-geoeconomie-2008-2-page-55.htm.
- https://liberal-international.org/who-we-are/our-mission/landmark-documents/political-manifestos/oxford-manifesto-1947/
- Después de la crisis financiera de 2008-2009, en la década de 2000-2010, la participación de los países industrializados en la producción industrial mundial cayó a menos del 60 %, con un crecimiento anual de la producción industrial de alrededor del 6 % por año para los países emergentes, en comparación con el 2 % o menos en los países desarrollados.
- Raphaël Chauvancy, Les nouvelles guerres systémiques non militaires. https://geopoweb.fr/?LES-NOUVELLES-GUERRES-SYSTEMIQUES-NON-MILITAIRES-Par-Raphael-CHAUVANCY.
- https://www.lemonde.fr/international/article/2002/07/26/puissance-americaine-faiblesse-europeenne-par-robert-kagan_285878_3210.html