Un nuevo reparto del mundo está en marcha. Tanto si se realiza en la superficie en rotundas colisiones o en corrimientos subterráneos menos perceptibles, muchas relaciones de poder e interdependencias son afectadas por este movimiento de fondo, cuyo significado y manifestaciones hemos de aclarar. Esta transición no deja de volver a poner en un primer plano las inercias y las claves de comprensión que usamos para descifrar los asuntos globales. ¿Deberíamos prepararnos para un mundo “iliberal” y neonacional, dando la espalda a la globalización, en el cual la bipolaridad China-Estados Unidos sucederá a la hegemonía del “globalismo unipolar”? ¿El enfoque multilateral y el derecho internacional quedarán relegados a un segundo plano, como el “pariente pobre” de una gobernanza mundial de mínimos, conservadora por naturaleza y dirigida sobre todo por el baile hobbesiano de las potencias? Más allá de la cacofonía mediática y el espíritu de la época, ¿cómo comprender las nuevas manifestaciones, muy a menudo fragmentadas, de los desarrollos mundiales, y cómo darles sentido?
La permanencia de una arquitectura mundial
Mientras los períodos de reconfiguración suelen ser sinónimo de dispersión, o incluso de confusión de las brújulas perceptivas, este primer cuarto del siglo XXI resulta particularmente rico en agitación. La “era de los extremos” y el “siglo XX corto”, como los describió el historiador Eric Hobsbawm, supuestamente habían terminado con los grandes peligros ligados al totalitarismo, las ideologías y los conflictos fratricidas. El primer cuarto del siglo XXI nos muestra que la caja de Pandora está lejos de cerrarse –a excepción quizás del totalitarismo– y que otras amenazas vienen a sumarse a las anteriores. Lo nacionalista parece haber atravesado la historia de una manera más sólida, íntimamente entremezclado con pasiones ideológicas y religiosas. El crecimiento económico cada día muestra un poco más su inviabilidad en el sistema social (desigualdades endémicas) y ecológico mundial, presagiando colapsos a corto y mediano plazo, de escala y naturaleza diferentes.
Desde el punto de vista geopolítico, en las últimas dos décadas se ha visto cómo las heterogeneidades mundiales se han ampliado un poco más –aunque se ha logrado un progreso indiscutible en la consolidación de los Estados y la reducción de la pobreza– con una constelación de Estados que oscilan de democráticos a autoritarios, de muy ricos a muy pobres, de muy débiles a muy poderosos. Frente a estas heterogeneidades, incluidas también las de las percepciones y los intereses estratégicos, y dado el nuevo contexto que resulta de su interdependencia, ninguna gran potencia ha sabido aún proyectar hacia adelante y en nuevos términos la arquitectura de la seguridad colectiva y la gobernanza mundial. En otras palabras, el sistema internacional todavía está conformado por esquemas forjados en relaciones de poder del pasado (lo cual, en sí mismo, no es necesariamente un problema), en marcado contraste con los retos y desequilibrios contemporáneos que requieren nuevos tipos de arreglos.
En el centro de este panorama están el frágil sistema de la ONU y especialmente Estados Unidos, potencia impulsada una vez más al primer plano del escenario mundial en 1989 y la única que confrontó realmente la cuestión de la estabilidad global, los cuales decidieron resolver este dilema cediendo a la tentación imperial y a la reducción de las heterogeneidades a través de la uniformización política. Para bien y para mal y por el sesgo perceptivo de su cultura estratégica, la política estadounidense se estructuró en torno a una dominación hegemónica, basada en su inmenso poder e imponiendo su preeminencia a un mosaico más o menos anárquico de entidades nacionales.
A fin de cuentas, la gobernanza del mundo, hoy convertida en un todo mucho más vasto que la suma de los poderes nacionales y transnacionales, parece todavía ser prisionera de los principios establecidos en los albores de los tiempos por Kautilya, Tucídides, Platón y Aristóteles. Entre las relaciones de poder, el ideal movilizador y la organización política, el primer principio persiste en su rol de timón de la nave planetaria, con un rumbo fijado esencialmente hacia la búsqueda de seguridad y poder.
El viraje geopolítico y perceptivo de las últimas décadas
Más cerca de la realidad del terreno y por debajo de este panorama muy general, los desarrollos de los últimos veinte años tienen el mérito de haber actualizado algunas percepciones hegemónicas, a veces sobrevaloradas y tomadas como ciertas. Volvamos brevemente a los hechos para contextualizar el espíritu de la época y la forma en que se estructuran las mentalidades. La superpotencia estadounidense había instalado en la posguerra fría el horizonte de un mundo unipolar, arbitrado y asegurado por Washington, cuya proyección se basaba, en la línea moralista de Wilson, en un proselitismo democrático y liberal con vocación universal. Sin embargo, esta percepción, forjada muy fielmente en la cultura estadounidense, resistió poco ante los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, la guerra de Iraq de 2003 y la crisis financiera de 2008. Estos tres sucesos materializaron, uno a uno, los límites de la uniformización cultural, la desregulación neoliberal y la arrogancia imperialista inculcada en la promoción de la democracia y el estado de derecho. Mientras muchos se alarman por la erosión actual del derecho internacional, vale la pena recordar que es parte de una ofensiva ideológica dirigida a la represión por parte de la URSS de que se difundan los derechos humanos a partir de 1977, los cuales han sido practicados por Washington y muchos de sus aliados bajo un doble estándar y un motivo estratégico ulterior. Sin quitarle nada de validez al derecho que hasta la década de 1990 fue la punta de lanza de los transformadores del sistema internacional, este precedente tiene el mérito de subrayar el valor político-ideológico de las normas y el contexto en el que se ejercen.
En el mismo período, bajo la influencia estadounidense o europea, las instituciones multilaterales se vieron apartadas o deterioradas cuando se mostraron contrarias a los mandatos de unos Estados Unidos que fusionaban expresamente la unificación y la homogeneización de las diferencias (imposición de la democracia liberal), la desintegración comunitaria y la desnacionalización (injerencia y erosión de las unidades nacionales). Los países (re)emergentes –aquellos que fueron potencias formidables en el siglo XVIII (China del Imperio Qing, India mogol, Irán safávida, Imperio otomano)– continuaron con su recuperación en silencio, afirmando su dinamismo económico y demográfico así como su modo de inserción contestatario. De esta contradicción, pero especialmente de la ilusión de omnipotencia que el bloque atlantista infundió en un escenario mundial infinitamente más complejo de lo que la lente cegadora de la superpotencia permitía ver (a lo cual los neoconservadores contribuyeron magistralmente en la última fase), nace gradualmente un discurso alternativo, divergente de un orden excesivamente idealista y universalizador. Primero se materializó en torno a la noción de antiglobalización y luego de un “mundo multipolar”, estimulado por el surgimiento económico de los BRICS (y otros grupos, como el MINT), dejando surgir la idea de que las nuevas economías tenían voz voto y que la política y el derecho podían diferir del modelo occidental.
En la práctica, los países (re)emergentes han tenido un discurso contestatario sobre el orden global y el predominio occidental, apropiándose de las herramientas de la globalización y el capitalismo que constituyen los motores concretos de su retorno en potencia. En el extremo de este discurso alternativo recientemente se ha desarrollado una narrativa conspirativa, o incluso “fascista”, que encuentra receptividad en los espíritus escépticos, nostálgicos, humillados o antisistema, ya sean cristianos europeos, supremacistas blancos, árabe-musulmanes, ciudadanos críticos o militantes radicales (de derecha o de izquierda), incluso dirigentes de la ola “populista” (típicamente Trump, Erdogan, Bolsonaro, Maduro, Orban, Salvini). Extrae gran parte de su sustancia del resentimiento de los perdedores o los vencidos de la globalización, es decir, de las sombras proyectadas por una globalización no igualitaria, juzgada a la luz de las injusticias y las fuerzas oligárquicas que la instrumentalizan para su beneficio. En esta corriente de opinión, las heterogeneidades, los neoconservadores, el multilateralismo, así como el deber de injerencia (originalmente creado para prevenir la violencia contra las poblaciones civiles), se convierten a su vez en supuestos fines imperialistas. Lo mismo ocurre con las nociones de globalización económica, de democracia, de ONG y de responsabilidad de proteger, que vienen a alimentar las variantes de este caldo de cultivo. Excepto que, en los hechos, la postura complaciente consistente en recurrir al argumento victimizador y conspirador, planteado como una nueva variable para explicar las amenazas posibles o sufridas, funciona y se aferra al nuevo espíritu de la época. En el ámbito de los medios y las mentalidades, esta postura también contribuye a desvalorizar y encoger –mediante piruetas epistemológicas como la relativización, el whataboutism, la estigmatización, el maniqueísmo, sin mencionar la manipulación directa– el campo de la percepción de los desarrollos globales. Estas posturas ahora forman parte integral de las herramientas metodológicas movilizadas en los flujos de desinformación.
Más cerca de nuestro tiempo, el fiasco general de la “guerra por elección” en el Medio Oriente, la contrarrevolución del mundo árabe desde 2010, seguida por el caótico derrocamiento en Libia en 2011 y el episodio ucraniano, ampliaron aún más la brecha entre la realidad disruptiva y el idealismo de una pax americana. Al final, fue este resultado ambivalente el que permitió a Bashar al-Ásad en Siria escapar del destino que conoció su vecino iraquí en 1991. Con la ayuda militar relativamente limitada de Rusia, sin olvidar a Irán y las milicias chiítas de la subregión, el conflicto sirio ha vuelto a poner los crímenes de guerra en primer plano, ante la impotencia del “sistema internacional” para intervenir en un escenario caótico, dentro de un contexto de propaganda en red que explota hábilmente las sensibilidades bloqueadas por los desaciertos del intervencionismo imperial y de la guerra maniquea contra el terrorismo. A partir de entonces, el horizonte de un orden multipolar no solo se ha convertido en sinónimo de reequilibrio geoeconómico. Abrió el camino, como después de la tensión este-oeste, a la expresión de nuevas tensiones regionales y recordó que la violencia bélica rápidamente retoma el galope cuando el reclamo de poder, la desestabilización regional y el vacío de seguridad se topan con un largo período de prosperidad multilateral y cooperación económica que hacen alarde de democracia.
En materia de intercambios, siguió cuestionándose el consenso neoliberal –incluyendo la predisposición a la apertura y la libre circulación de personas– incluso en los países fundadores: en 2016, en el Reino Unido con el Brexit y en los Estados Unidos con un Donald Trump aparentemente aislacionista. En la práctica, ante los signos muy claros de su relativo declive, el imperium estadounidense buscó restaurar su supremacía a través de una diplomacia virulenta y por su imperio de la ley, proyectando su extraterritorialidad sobre el resto del mundo con violencia cada vez mayor. Prueba de ello es, desde 2016, el cortocircuito de las instituciones multilaterales, el mercantilismo bilateral y el chantaje con geometría variable ejercido con muchos socios internacionales. Para ello, Washington pudo apoyarse en una Europa dispuesta a acatar que, sin visión ni voluntad, no encontró los medios para alejarse del conformismo euroatlantista y profundizar su proyecto unificador. Es cierto que la Unión Europea y algunos de sus miembros han avanzado positivamente hacia la percepción de los intereses comunes, anticipando un posible despertar geopolítico. Pero, por otro lado, los veintiocho miembros avanzan en filas dispersas, con algunas de sus bases sociales en oposición al proyecto europeo y en manos de los captadores de frustración. En el fondo, China, para quien Europa se ha convertido en un objetivo estratégico capaz de contrarrestar la influencia estadounidense, ha forjado alianzas con Grecia, Italia, Alemania y todos los países de Europa del Este.
La creciente bipolaridad Pekín – Washington
Precisamente, en la sombra de los radares mediáticos y con un retraso perceptivo de varios años, China está formando una nueva pareja geopolítica con los Estados Unidos, con aspiración imperial y una dinámica capaz de estructurar un nuevo orden internacional. Mal que le pese a la creencia tranquilizadora en un mundo multipolar, el tablero de ajedrez actual está muy lejos del de la Europa del Tratado de Westfalia de 1648, en el que potencias regionales homogéneas, el día después de las guerras de religión, renunciaron a la expansión de su poder y acordaron conformar un equilibrio de estabilidad (en torno a algunos principios innovadores que hoy perduran). Por el contrario, ni Estados Unidos ni China –ni ningún otro de los países candidatos– emiten por el momento señales de aprehender este momento de inflexión geopolítica para trabajar sobre la base de un régimen mejor adaptado a la estabilidad global. En teoría, no está prohibido imaginar en el futuro que un grupo de tres o cuatro potencias, completando sus ajustes, puedan organizar los equilibrios regionales a su alrededor y converger a nivel mundial en principios de estabilidad y así configurar una especie de esquema neo-westfaliano. Pero, por ahora, el escenario global es demasiado dispar como para aplicar este sistema, el cual fue diseñado a escala europea. Sobre todo considerando que las principales potencias regionales hoy persiguen ante todo una agenda orientada hacia su ascenso nacional, con percepciones de las prioridades y cuestiones estratégicas extremadamente variables entre ellas.
En otras palabras, Pekín y Washington no se encuentran en el estadio de un G2 emancipador del statu quo mundial. Sus intereses son contradictorios, al mismo tiempo rivales en el plano estratégico (excepto en asuntos particulares como Corea del Norte, por ejemplo) y parcialmente complementarios en materia de cooperación económica. Las últimas dos décadas también han visto una multipolaridad centrífuga del tablero geopolítico que incita a los dos gigantes a explotar su poderío para estabilizar “desde arriba” un orden interestatal en dispersión. Como consecuencia de este desarrollo, muchos países grandes y medianos hoy son conminados, por influencia, presión o chantaje, a posicionarse como socios, clientes supletorios o vasallos, según su nivel de dependencia, en uno u otro polo de esta pareja en tensión creciente. Sorprendentemente, a pesar de las resistencias retóricas a estas presiones, el control ejercido por Estados Unidos y China funciona bien y es raro ver que se materialicen los medios para oponérsele.
Con un PIB chino que se ha multiplicado por ocho desde su ingreso en la OMC en 2001, el gigante asiático ahora compite por gran parte del poder mundial –salvo la influencia cultural, los derechos y el “poder blando”– e incluso en el campo de las normas (el ranking de universidades de Shanghai o los estándares de sostenibilidad son ejemplo). Estados Unidos, apuntalado en su posición hegemónica, implementa una diplomacia realista ortodoxa, abiertamente dirigida a frenar la expansión china. Pekín, por su parte, inventa un imperium con “solapas y guantes de terciopelo”, envuelto en un relato de “ascenso pacífico”. Su influencia se proyecta sin proselitismo y a través de una política de oferta no vinculante. Si bien se ha hablado mucho de la “nueva ruta de la seda”, sin que se hayan visibilizado algunas contrarreacciones, ¿se sabe hoy que la Marina china cada cuatro años pone en el mar el equivalente de la flota naval de Francia y que sus ambiciones marítimas llegan hasta los océanos Índico y Pacífico?
El modelo chino es apreciado por los Estados que favorecen un mundo multipolar y buscan una alianza de contrapeso en relación con Estados Unidos. Pocos son los Estados que desean sustituir un imperialismo por otro, por lo que estas alianzas son ante todo tácticas, algunas optando por apoyar circunstancialmente a China para ganar margen con respecto a Washington y viceversa. De hecho, Moscú se acerca a Pekín al tiempo que teme obsidionalmente el expansionismo chino en el Lejano Oriente y dirige sus nuevos sistemas de defensa (Kalibr 9M729) hacia China (no a Polonia y la OTAN). Los Estados ribereños del Mar del Sur de China, como Filipinas y progresivamente Tokio, eligen negociar con Pekín en forma bilateral. India optó, a pesar de todo, por acercarse a su gran rival. Por último, la oferta china se dimensiona en América Latina (multiplicación por 24 de las inversiones chinas entre 2000 y 2011), en África o en Europa mediterránea y balcánica con una prodigalidad tan generosa como inusual.
De un nuevo tipo, imperfecta, dominada por el momento por Washington en un binomio a la vez rival y complementario, esta bipolaridad en germen inspira un reposicionamiento de las alianzas y lealtades siguiendo las lógicas de dependencia e influencia. A diferencia del equilibrio durante la Guerra Fría, que imponía un posicionamiento exclusivo y la captura por parte de uno de los dos bloques de las dinámicas nacionales, permite relaciones no “totalizadoras” que dan márgenes de libertad y superposición. De hecho, este orden en formación no está exento de generar temores, puestos de relieve por la corriente de afirmación nacional que ha surgido desde el final de la bipolaridad este-oeste y el retroceso de la gestualidad imperial. Desde Turquía hasta Irán y desde Brasil hasta Rusia, pero también en Israel y el Reino Unido, existe una voluntad de proyección y retorno: patriótico o incluso nacionalista en los países emergentes más activos, voluntarista e idealizado en los países débiles, temeroso y retraído en las potencias occidentales en retroceso.
En este orden híbrido, es importante tener en cuenta que el poder bruto ya no tiene el mismo impacto y que está mutando. La coerción tiende a tropezar con el rechazo relativo del mesianismo y el hard power, de ahí el soft power y el revés narrativo de la “ascensión pacífica” china. Por otro lado, la fuerza bruta se enfrenta a entornos complejos, menos predecibles y mucho más costosos para los beligerantes, con formas de propagar la violencia que van de lo local a lo global. Los ejemplos de Siria como un conflicto globalizado, Iraq y otros países árabes lo demuestran. Agreguemos que, desde 1945, la superioridad de los países occidentales no es suficiente para ganar conflictos asimétricos que adoptan formas irregulares y ponen las dimensiones sociopolíticas e ideológicas en el centro.
Un giro contestatario y la mutación de la potencia
Para las élites y, en general, para los intermediarios que enfrentan esta recomposición geopolítica, no hay nada visiblemente obvio para reinterpretar la fisonomía de las relaciones internacionales y hacer un aggiornamento conceptual y estratégico. La prueba más notable de esto es el cambio de opinión contestatario que ha surgido recientemente ante una globalización entregada a sus móviles económicos sin controlar la dimensión política de la unificación y el reequilibrio. Aquí y allá se levantan murallas a la vez conceptuales, simbólicas e identitarias. Es como si la reorganización dinámica estimulada por la globalización hubiera provocado en los últimos años un retorno a las categorías defensivas, conservadoras y maniqueas. Algunas corrientes ideológicas se aferran a marcos de pensamiento anacrónicos o residuales (tercermundismo, antiimperialismo y estrategia del caos, antimilitarismo abstracto, soberanismo primario, restauración imperial, etc.). La solidaridad entre los movimientos sociales y las luchas sociopolíticas acusan también el golpe de esta confusión de géneros. Uno de los casos más emblemáticos es el conflicto sirio, donde vemos cómo estas proyecciones ideológicas se entrelazan sobre una realidad que en gran medida se aparta de las simplificaciones.
En este contradiscurso, que sigue los pasos de la antiglobalización iniciada en la década de 1990, se cruzan movimientos que afirman ser islamistas militantes, agrupaciones soberanistas, anticapitalistas o nostálgicos de la época de los imperios. Estas corrientes a veces se materializan en una convergencia “roja-marrón”, llamada así haciendo eco de reconfiguraciones similares del período de entreguerras. Estos movimientos de opinión deben ser tomados en serio. No provienen solamente de la manipulación de las sensibilidades, pero prolongan una crisis de imaginarios que se elabora en el vacío de los sufrimientos identitarios y la debilidad de las respuestas que los movimientos emancipatorios pudieron aportar. De hecho, si bien estos movimientos existen, permanecen por el momento en una etapa preliminar, sin elaboración integral ni concreción en profundidad. Pocos pueden pretender hoy oponer una alternativa a la globalización neoliberal que exprese las aspiraciones socioambientales y la defensa de culturas, territorios de vida e identidades, sin ser de los que proyectan el rechazo del otro y disimulan un retorno al arcaísmo detrás del horizonte de reequilibrio del mundo.
Para otras corrientes, la bipolaridad sinoestadounidense alimenta el horizonte de una salida de la dependencia de uno de los dos polos o, a la inversa, la tentación de fusionarse en uno u otro modelo. En principio, el mundo interconectado de hoy requeriría que los Estados soberanos tengan capacidad de conducir y mostrar iniciativa, generar ideas y ejercer influencia, sacar partido de los marcos regionales interpretando las relaciones de poder inteligentemente y promover normas internacionales que apunten a predecir y contener las crisis. La soberanía “primaria”, que coincide con las fronteras territoriales, ya no existe más y está claro que el ciclo actual no se caracteriza por medidas de iniciativa progresista. De manera muy esquemática, China sigue tan a mitad de camino en esta relación con la globalidad como Estados Unidos, estando la primera absorbida por sus desequilibrios internos y defendiendo especialmente el libre comercio como vector de su imperium, y el segundo acusando el golpe de sus asuntos internos y aligerando su papel geopolítico para reforzar su imperium en red (comercial, tecnológico, normativo, etc.). En los espacios vacíos e intersticiales, los países emergentes se afirman, aprovechan su poder en formación y desarrollan áreas de influencia regional, adoptando posturas más pragmáticas y realistas. Pueden ser criticados a la luz de su arrogancia o distanciamiento del multilateralismo y los derechos. Sin embargo, tienen el mérito de poner las relaciones de poder en el centro de un sistema internacional que nunca ha dejado de ser restrictivo y depredador para los candidatos a tener una participación más activa en la diplomacia internacional.
Otro giro perceptivo es una modificación significativa de la mentalidad de la época en el sistema internacional. Se refiere al rechazo del deber de injerencia y la responsabilidad de proteger, en otras palabras, aquello que está relacionado directa o indirectamente con la solidaridad, el sobrepasamiento de la soberanía tradicional y la proyección del poder bruto en el espacio mundial. Hasta 2011, todavía era concebible para algunos Estados –no solo occidentales, como lo ilustra la injerencia actual en Irán, Arabia Saudita o Rusia– violar un mandato de la ONU y militar en la sombra o incluso abiertamente para perturbar la soberanía de un país más débil. Con el saldo militar de las cruzadas en Iraq y Libia (Yemen abre un nuevo capítulo), la acción de injerencia en naciones debilitadas tiende a ser ineficaz y sospechosa desde el principio, al menos en lo que hace a enfrentarse a opiniones refractarias y nuevas formas de conflictividad (proliferación de grupos armados y proxys en particular). Al mismo tiempo, el sobrepasamiento de las soberanías nacionales tropieza con reticencias en los procesos de integración regional, como si las prioridades nacionales y las áreas de influencia se hubieran convertido en primordiales. Todo esto pone de relieve la necesidad de idear nuevos arreglos diplomáticos capaces de atemperar el poder bruto, cooperar y articular las dimensiones políticas y sociales. Pero, por el momento, estos experimentos son mínimos y contrastan con un tablero de ajedrez global que se desestabiliza, dando la posibilidad a algunas potencias regionales de aprovechar los desequilibrios.
Adaptar nuestros marcos de lectura
Ante estos desarrollos y lo que Cornelius Castoriadis llamó el “aumento de la insignificancia” al notar el auge de la confusión en las sociedades de masas, se convierte en prioridad adaptar nuestros marcos de lectura, privilegiar un pensamiento dinámico y renovar la percepción de las culturas estratégicas que dan forma a estas transformaciones. En ausencia de un nuevo impulso emancipatorio, los observadores y los medios de comunicación están en la primera fila de esta renovación e incluso son parte interesada de estas alteraciones. Por un lado, los medios de comunicación y la “tiranía de la opinión” han modificado la geometría de las relaciones internacionales, incluso en las autocracias que deben tenerlas en cuenta. Otros flujos de información han entrado ahora a competir con el reequilibrio pos-unipolar. Por otro lado, imprimen una gramática semántica y temporal que tropieza con nuevas realidades. En tal sentido, los empresarios de la desinformación son los primeros en desconfiar de los medios tradicionales para llenar los vacíos y desarrollar sus propias lecturas.
Cabe señalar que están surgiendo algunas iniciativas1 para abrazar este viraje hacia una mayor complejidad, realismo y pragmatismo. Vemos el surgimiento de redes de investigación y de un periodismo más apto para arraigarse en las realidades locales y articularse globalmente, internalizando un trabajo crítico sobre los filtros geoculturales e ideológicos. Aunque modestas, estas iniciativas no son menos fuertes porque transmiten una sensibilidad sobre esta nueva distribución del mundo y los inmensos desafíos que esto implica. Más que un simple cambio de perspectiva, probablemente se trata de forjar una nueva relación ética con el mundo, capaz de combinar más creativamente solidaridad, ideales y pragmatismo.