“La esperanza es que, en no muchos años, los cerebros de las personas y las computadoras estén muy acoplados entre sí; el resultado de esa sociedad será algo que piense como ningún cerebro lo ha hecho.” – Joseph Licklider, marzo de 1960.
Por la considerable presión que ejerce sobre los sistemas sanitarios, políticos y económicos, la pandemia de la COVID-19 ha acelerado fenómenos que ya operan en el continente “digital” y, más ampliamente, en el frente de la seguridad. Ha puesto en evidencia un escenario multilateral profundamente fragmentado, dividido entre rivalidades geopolíticas, reflejos nacionalistas y decisiones repentinas, al mismo tiempo que ha permitido una cooperación científica de mediana intensidad. Al igual que en las anteriores crisis sanitarias del ébola, el MERS y el SARS desde la década de 2000, ha generado, esta vez en una escala completamente nueva, un clima de urgencia que ha obligado a la adaptación y la invención de respuestas innovadoras. Por otro lado, ha brindado a ciertos actores los pretextos para que impongan su voluntad, fortalezcan su control y manipulen opiniones, si es necesario para conquistar mercados económicos, todo en nombre de la búsqueda de una eficiencia precipitada por la espiral sanitaria.
Los efectos en cascada asociados con este tipo de crisis no son totalmente nuevos. A pesar de las muchas imperfecciones del marco multilateral, ha podido verse cómo la Organización Mundial de la Salud ha proporcionado una base para que muchos países desarrollen respuestas que intentan adaptar al contexto. Sin embargo, es claro que la principal característica del momento es la vertiginosa vulnerabilidad operativa, cualesquiera que sean los grados de desarrollo material en cada sociedad. Si bien los focos iniciales de la pandemia podrían haberse identificado y asegurado fácilmente, la ausencia de una función rectora para la percepción del riesgo, la efectividad de las respuestas y los niveles de coordinación requeridos ante la magnitud de la amenaza global resultó en la debacle actual. En resumen, nuestro sistema internacional se encontró abruptamente al descubierto, arcaico, sin el G20 ni la OMS u otros actores capaces de orquestar esfuerzos transnacionales. Estos temblores luego expusieron naturalmente las fallas en los sistemas socioeconómicos y los modos de actuar para hacer frente a tal situación.
Con esta perspectiva y desde un punto de vista realista, tal confusión limita de entrada cualquier posibilidad de abordar la onda expansiva creada por la pandemia como una ventana de oportunidad para hacer evolucionar los modelos vigentes hacia una mayor coherencia. No quita que la crisis persista. Algunas cartas se redistribuyen en el ámbito de las percepciones, las relaciones geopolíticas, la tecnología y la economía. Una de sus consecuencias es haber esbozado toscamente el lienzo del mundo en el que operaremos en las próximas décadas. El equilibrio tradicional de poder, la dispersión de la cooperación y la afirmación de los intereses nacionales serán los ejes. Es probable que el efecto del estrés y la aceleración sellen acuerdos a mediano plazo. Los productores de combustibles fósiles, por ejemplo, se enfrentan a ciertas vulnerabilidades. Las grandes corporaciones del sector de nuevas tecnologías están tomando su lugar en el podio de las acciones y además las acciones de energía renovable han aumentado en un 45% en 20201. Pero, a diferencia del colapso financiero de 2008, la pandemia es ante todo un accidente cuyos orígenes están fuera de la matriz económica y política actual y cuyas reacciones en cadena han reflejado en todas sus dimensiones. Este diagnóstico a menudo es cuestionado por el hecho de que podría haberse facilitado la circulación del virus con los métodos extractivistas de explotación de la naturaleza, la globalización no regulada, la manipulación experimental de seres vivos o incluso el carácter autoritario de China. Además, la aparición de nuevos riesgos2, climáticos o de seguridad, nos obliga cada vez más a relativizar la eficiencia deseada en la matriz económica y a reintroducir variables de largo plazo, resiliencia, redundancia y adaptación.
Sin embargo, más allá de las sensibilidades ideológicas y a pesar de la gravedad de la desaceleración de la economía global, los comportamientos muestran que el consenso, incluso disperso, no se formó tras observar una fractura endógena en el capitalismo global, sino en torno al imperativo de gestionar un incidente de seguridad y emprender una recuperación, posiblemente acompañada de determinadas medidas correctivas. Para el concierto de los Estados y actores involucrados en los intercambios internacionales, no ha habido un verdadero cuestionamiento a lo interior de los motores de la economía. La atención se ha centrado en general en la contingencia sanitaria, la recuperación y una cierta reorientación estratégica, en particular en el desacoplamiento y la relocalización de los sectores. Los planes de recuperación también son criticados por reforzar el productivismo anterior y no tener en cuenta los nuevos compromisos climáticos3 derivados de los Acuerdos de París de 2016. Este diagnóstico inicial sobre el origen de la crisis es central porque permite delinear claramente las formas que adoptan las estrategias de recuperación y corrección, y las interacciones con la esfera digital. En este sentido, si bien muchos se precipitan hacia las contradicciones expuestas por la crisis, incluida una parte de la élite económica mundial4, todavía son pocos indicios de que la pandemia esté en camino de iniciar un cambio fundamental en la naturaleza de los modelos5.
En tal sentido, el continente digital –el principal interés en esta nota– es quizás uno de los espacios más fructíferos donde explorar el panorama actual y ver reflejada su propia imagen. En cierto modo, la onda expansiva ligada a la pandemia puso de relieve los valores, la fisonomía y los modelos que portaba otra onda expansiva subterránea, la de la mal llamada “digitalización”. Se necesita asimismo una película sensible que permita captar estas manifestaciones en profundidad y comprometer la mirada más allá de los parámetros definidos por el espíritu de la época. Precisamente, la cuestión de los registros cognitivos y los marcos de percepción surge como tema de primordial importancia, el cual debemos analizar y que será retomado en las perspectivas.
El desorden creado por la pandemia llevó el diagnóstico inicial hacia el campo de las burbujas ideológicas, la comunicación en red y, sobre todo, la debilidad de las estructuras cognitivas para interpretar con lucidez un fenómeno de inusual magnitud. La resultante desviación de las brújulas perceptivas perturbó la movilización de las masas frente a la emergencia, particularmente en comunidades con un liderazgo demasiado rígido o permisivo, independientemente de los regímenes políticos vigentes6. Basta observar, por una parte, cómo el hermetismo del régimen chino terminó siendo la mejor vía de escape del virus en toda China y hacia el exterior. En el otro extremo, se ha visto hasta qué punto la postura del jefe de estado estadounidense ha contribuido al desproporcionado colapso sanitario. Esta misma dispersión también pesa sobre el debate público y sobre las medidas correctivas que se proyectan sobre los modelos económicos.
Debido al papel central que las redes digitales han desempeñado desde el inicio de la crisis, están entre las primeras afectadas por esta desviación y de alguna manera en medio de un fuego cruzado. Los recursos informáticos han sido utilizados masivamente en todos los registros de actuación desplegados ante la emergencia, no sin errores ni retrocesos7. Para muchas empresas, así como para los gobiernos8, la crisis incluso obligó a dar un paso adelante en una informatización9 que había sido estratégicamente infravalorada o retrasada10. Sin duda, los ingresos de muchos servicios informáticos han disminuido11, a excepción de los sectores privilegiados. Sin embargo, el sector ha obtenido una doble ganancia de legitimidad: el impulso dado al crecimiento económico y, en consecuencia, su inserción en la mayoría de los planes de recuperación económica dentro de la OCDE y en otros ámbitos12. Pero, en contrapartida y por debajo de los radares mediáticos, su efectividad en ciertas áreas ha conllevado una nueva ola de feudalismo al forzar aún más el gozne de la dependencia, el monopolio y el espectro de la vigilancia.
En Estados Unidos, el titular de la Casa Blanca vocifera contra sus propios monopolios y el Procurador general anuncia que quiere iniciar un proceso antimonopolio contra Google. Si creemos en el referencial de Standard & Poor’s, las seis estrellas gigantes de lo digital –Facebook, Apple, Amazon, Netflix, Google y Microsoft– han roto el récord de valoración bursátil al ocupar casi una cuarta parte de los mercados de valores mundiales. Su incremento fue de alrededor del 43 % entre enero y septiembre de 2020, mientras que el resto de las grandes empresas observadas en el mismo índice han bajado un 4 %13. En Europa, en el contexto del anuncio de la reindustrialización y la informatización de las empresas, la sesión de soberanía y datos soberanos concedida en los últimos meses a las corporaciones americanas genera indignación. Casi en todas partes, bajo el efecto de las presiones de seguridad, la tentación de la vigilancia ha ganado terreno, tanto en los regímenes autoritarios que han aprendido a sacar partido de las redes como en las democracias que predican los derechos. Sin mencionar el resurgimiento de los ataques cibernéticos de todo tipo que han sido engullidos en el vórtice de la pandemia para monetizar su parte de la destrucción14 (incluso en los sistemas de salud).
Esta escena no está lejos de esbozar un estado de naturaleza hobbesiano cuya cacofonía nos animaría a revisar el contrato social en el corazón de nuestras sociedades. La idea no es tan extravagante. Por ahora, mediremos el cambio de escala logrado por la rapacidad en red revisando las primeras tesis publicadas en 1998 en Hijacking the World: The Dark Side of Microsoft, y luego las que Shoshana Zuboff acaba de compilar en 2019 en The Age of Surveillance Capitalism. Los titulares grandilocuentes hablan por sí mismos. Esta rapacidad particular de las redes, como nos recuerda Niall Ferguson al dar un rodeo a lo largo de la historia15, solo es rozada por los aduladores de la revolución tecnoindustrial que apenas evocan la idea de externalidades negativas y a quienes les preocupan las crecientes fricciones de la globalización. Pero la pandemia, como otros choques de seguridad a gran escala que probablemente no dejarán de ocurrir, tiene el mérito de revelar menos la quintaesencia de las ideologías vigentes que las acciones de unos y otros y sus colisiones con las estructuras existentes. En este sentido, los choques y las contradicciones se han hecho aún más evidentes entre el impulso dado a la “digitalización”, sus efectos orgánicos en términos de depredación, la nueva economía que emerge en torno a este sistema técnico y su aprehensión por el pensamiento. La confusión, la superficialidad de los discursos y el surgimiento de oxímoron (“crecimiento inclusivo”, “mercados laborales inclusivos”, “desarrollo sostenible”, “netizen”) reflejan una desconexión cada vez mayor entre estos diferentes planos.
Esquemáticamente, para los defensores del neoliberalismo dominante, la “revolución digital” es un vector central de crecimiento que debe hacerse coincidir año tras año con los postulados de regulación liberal o estatal de los mercados, de competencia perfecta y de primacía del valor para los accionistas, cuya economía verde o el “gran reinicio16” encarnarían el nuevo rumbo a seguir para hacer frente a los desafíos globales. La digitalización se ve como una innovación disruptiva, entre otras. Esta es la percepción del duopolio chino-estadounidense y es el horizonte que acaba de recordar17 el presidente Xi Jinping en medio de tensiones geopolíticas que exacerban la competencia en torno a las tecnologías electrónicas. Para los heterodoxos, cuyo campo teórico se amplía a las dimensiones socioculturales, la digitalización también es una innovación, pero perpetúa las desigualdades de riqueza, las relaciones asimétricas y la primacía de las finanzas, mientras evoluciona en la órbita del equilibrio general y el productivismo del ambiente. Para otros, lo digital es una innovación criticable, incluso tecnicista, que destila cambios en la fisonomía de las sociedades y debe ponerse al servicio de la transición hacia una matriz económica más sostenible, una matriz que no se puede reducir a las tendencias económicas dominantes. Las redes digitales también se consideran un elemento técnico. Encontramos una expresión en particular en el Green New Deal del Partido Demócrata, en el país de Silicon Valley, que curiosamente no menciona la innovación digital18. En todos estos casos, la informática, así distanciada y reducida a lo “digital”, es puesta al servicio de fines políticos –lo que obviamente no es negativo en sí mismo– y queda relegada a un segundo plano. Sobre todo, no se ve como un nuevo sistema técnico con consecuencias en el campo antropológico.
En definitiva, es como si la brutalidad de la colisión provocada por el continente digital siguiera dispersando los comportamientos entre fascinación, mimetismo y ceguera por un lado y rechazo y negación por otro. La informatización sigue apareciendo como un fenómeno sufrido por la mayoría de los economistas y las élites que no perciben todo su potencial y los peligros a los que las sociedades se exponen un poco más con cada inflexión o deflagración. En este sentido, si podemos concluir que la pandemia ofrece solo una pequeña ventana de oportunidad para hacer evolucionar estas cuestiones digitales, es también porque las propuestas de reforma y los sujetos políticos que “militan” por otro horizonte digital son por el momento demasiado externos a las esferas políticas y sociales, en particular a las esferas dirigentes.
Esta observación nos introduce directamente en las condiciones susceptibles de construir una mejor comprensión de la informatización y su integración en su campo predilecto, el del sistema de producción de bienes y servicios. Básicamente, si la informatización sigue siendo una innovación sufrida en torno a la cual se desarrolla un conjunto de destrucciones creativas, como señaló Schumpeter, es porque en primer lugar está “mal tratada” en nuestra mente, mal entendida y subconceptualizada. Por tanto, es necesario un nuevo marco de referencia, capaz de escapar del corsé disciplinario al que se le suele ajustar y de centrarse más en su fuerza transformadora, la informatización. La necesidad de este nuevo marco de referencia me ha parecido central en los últimos años a través de varios procesos como la Cumbre de la Tierra (2012), el Foro Mundial de Medios Libres y el Foro Social de Internet, así como por mi propio trabajo en sistemas informáticos. Se hace eco de otras contribuciones conceptuales que intentaremos mencionar brevemente aquí.
Para delimitar este marco de referencia y proyectar hacia un horizonte digital sostenible, debemos aceptar incursionar en un campo tanto filosófico y conceptual como epistemológico e inspirarnos en pensadores de la historia de las técnicas como Bertrand Gille, Joseph Licklider, André Leroi-Gourhan o Gilbert Simondon. Ellos describen cómo la computadora en red es mucho menos una invención aislada que un nuevo sistema técnico basado en la sinergia de la microelectrónica, la ingeniería de software y la red ubicua. Este nuevo sistema técnico, iniciado alrededor de 1975, no solo reconfigura la matriz socioeconómica a través de lo que se puede llamar una revolución industrial. También pone de manifiesto nuevas relaciones con la naturaleza, en las que se modifica el vínculo entre intenciones y acción humana, pensamiento, organización, comunicación, formas de competencia, tamaño del mercado y necesidades de los consumidores. A los contraargumentos antitécnicos o tecnoescépticos que frecuentemente se oponen a esta visión, Simondon plantea una respuesta antropológica19: “la cultura se constituye como un sistema de defensa contra las técnicas […] ignorando una realidad humana en la realidad técnica. Para que pueda desempeñar plenamente su papel, la cultura debe incorporar seres técnicos en forma de conocimiento y sentido de los valores”. Su corolario es que para que ocurra un cambio en el sistema técnico, por supuesto, deben estar disponibles nuevas técnicas, pero también es necesario efectuar un cambio sociocultural. Este es el escenario, a la vez confuso y sumamente peligroso, que se asemeja al paisaje anárquico que hemos esbozado anteriormente. Entendemos hasta qué punto son necesarias nuevas herramientas cognitivas para comprender esta situación. Más que derrotismo, utopía o conformismo ideológico, es preferible recurrir al realismo y a la exploración a tientas, metodológica y rigurosa que facilite un mestizaje epistemológico y un “multilingüismo” que además caracteriza a la informática.
Tal reconfiguración no borra el sistema industrial anterior, basado en la sinergia entre la química, la mecánica y la energía. Lo informatiza en profundidad y en grados que varían según la madurez de cada economía nacional y sus fundamentos culturales. Entre los pocos economistas que se aventuran fuera de los caminos trillados, Michel Volle ha intentado sintetizar las características de la nueva economía20 emergente. Se refiere a regímenes de competencia monopolística, producción de costo fijo, riesgo máximo y rendimientos de escala crecientes. A diferencia de la economía mecanizada, la economía contemporánea tiende a ser espontáneamente ultracapitalista y a formar monopolios temporales en torno a las innovaciones. Incluso partiendo de la teoría del intercambio equilibrado, el derecho de sindicación y una cierta restricción a los monopolios, se recordará que la economía mecanizada ha estado lejos de eliminar las formas de violencia. Basta mencionar la explotación del trabajo, las formas imperialistas, el colonialismo y el extractivismo que se practican en particular en las economías periféricas.
Pero por sus características intrínsecas, la economía contemporánea es ahora portadora de nuevas formas de violencia endémica. Desplaza la oposición histórica entre la clase trabajadora y los dueños del capital hacia una confrontación entre los empresarios y los depredadores. Esta depredación, que los historiadores nos recuerdan como el régimen económico del feudalismo, remite a una vasta constelación de prácticas que han venido creciendo durante las últimas tres décadas: la actividad hipervolátil de los bancos y el desacoplamiento de la esfera financiera de la productiva; el desvío ilícito de flujos financieros; el espionaje civil e industrial; la confiscación del patrimonio, como se menciona en la obra de Thomas Piketty21; el extractivismo de datos para su monetización e inteligencia; la tentación de explotar la sinergia entre la inteligencia humana y el controlador lógico programable a través de la lógica reductiva de datos y programas; etc.
Para comprender más a fondo esta fisonomía y plantear estrategias de acción, también debemos interesarnos por la emergencia simultánea del neoliberalismo y la informatización, una pareja que ha amplificado este nuevo tipo de estado de naturaleza. El pensamiento neoclásico que se desarrolló a partir de los años setenta, y su posterior surgimiento como fuerza política, son contemporáneos de los inicios de la informatización. Se puede argumentar que los postulados del neoliberalismo, contrarios a la economía patrimonial que ha traído la informatización22, han venido a responder, en parte, a la ola de desestabilización provocada por el nuevo sistema técnico emergente. Laurent Bloch también ilustra el rechazo a la informatización y su eficacia dentro de la empresa y en los sistemas de información23. Al consagrar el valor para los accionistas, la autorregulación de los mercados y la retirada del Estado, los fundadores del neoliberalismo de hecho le dieron la espalda al nuevo sistema técnico que estaba surgiendo ante sus ojos y así crearon un clima más propicio para sus efectos depredadores. En un momento en que estos deben ser urgentemente mejor percibidos y, sobre todo, comprendidos y contenidos, en realidad, la ideología dominante continúa instando su libre curso.
Estas afirmaciones requerirían un desarrollo más amplio del que podemos hacer aquí. Pero retengamos sus principales implicaciones a la hora de esbozar las estrategias de cambio. La primera perspectiva, que consideramos vertebral, consiste en centrar la atención en las transformaciones estructurales generadas aguas arriba y abajo por la informatización de los modelos económicos y los actores institucionales. Nos invita a reconsiderar las grillas conceptuales, a adoptar una percepción menos temerosa, conservadora y maniquea de los peligros y ventajas de la informatización. La atención se dirige menos a áreas ya formalizadas (gobernanza de Internet, datos digitales y derechos, comercio electrónico, ciberseguridad, medios y redes sociales, etc.) que a las dinámicas presentes entre el ser humano organizado y el autómata programable ubicuo. Los subdominios mencionados anteriormente siguen siendo, por supuesto, registros relevantes en torno a los cuales se ha estructurado toda una serie de actores. Pero evaden excesivamente otros temas transversales y la visión global de un cambio en la arquitectura socioproductiva. Esto explica, en particular, por qué la idea de revolución industrial o de gran transformación social aún no logra el consenso.
La acción cotidiana y los múltiples conflictos creados en muchos ámbitos por la informatización guiada sobre todo por las necesidades de la acción siguen siendo cuestiones centrales. El esfuerzo de conceptualización reside en conectarse con las trincheras que surgen en los espacios donde lo legal, lo político, lo organizacional y lo económico se integran y confrontan. Los estudios de casos y las monografías producidas en diferentes entornos son valiosas fuentes epistemológicas para alimentar una nueva grilla de lectura. Además de estos escritos, también se necesitan narrativas transformadoras.
La segunda perspectiva se refiere precisamente al imaginario movilizador capaz de orientar los esfuerzos para construir una “nueva economía”, es decir, para responder a los objetivos de cohesión y bienestar permaneciendo dentro del dominio de la viabilidad de la biosfera. Hemos visto que la nueva economía requiere un enriquecimiento de las doctrinas anteriores. A la luz del vigor de los pueblos cuyas manifestaciones históricas por más dignidad marcaron el año 2019, parece difícil imaginar que la nueva eficiencia y las formas de inteligencia que aparecen hoy solo tomen prestadas las reglas del mercado o se desarrollen fuera de la idea de justicia y equidad. Sin embargo, la amenaza ya está tocando la puerta; en ausencia de un nuevo marco de pensamiento y una regulación adaptada, las nuevas tecnologías muestran que amplifican tensiones potencialmente extremas en términos de desigualdades, distribución de la riqueza y ruptura social. Este esfuerzo doctrinal, por tanto, invita al mismo tiempo a revisar los valores, es decir, las relaciones entre equidad, libertad, eficiencia, nuevas limitaciones y regulación. Como son específicos de cada base geocultural, los cimientos de esta nueva economía están, por tanto, vinculados a un debate sobre la integración de cada sociedad en una globalización sustentable.
Desde esta perspectiva, el solo término de economía digital es de sobra insuficiente para estimular tal movilización. Esta es también la intuición de la iniciativa de los promotores del “gran reinicio” que se basa en los diversos desafíos que plantea la pandemia para lanzar un proceso atractivo. Es necesario desarrollar una perspectiva sólida, capaz de dirigirse al mundo político, pero también a los ciudadanos y los actores económicos. Una pista podría ser la idea de una “asamblea general sobre la economía informatizada”, lanzada por especialistas en informática y convocando a la diversidad de actores socio-profesionales. Esta iniciativa no debe verse solo como un ejercicio intelectual. Debe fijarse el objetivo de generar influencia en los líderes políticos y económicos y, por lo tanto, de mantenerse en el tiempo.
El Tratado de Westfalia, que selló un nuevo orden internacional en el siglo XVII, fue fruto de un cambio en la concepción de los líderes europeos que luego optaron por un nuevo sistema de equilibrio de poder tras un largo período de rupturas. Reducidas a la multipolaridad actual y la economía contemporánea, las noticias recientes nos llevan a creer que no estamos en un punto de inflexión de esta naturaleza. Sin embargo, es necesario invertir en prepararse para las crisis venideras y crear las condiciones para iniciar un cambio menos costoso y destructivo. Ahora es imposible ignorar que la economía contemporánea es el escenario de una nueva dialéctica entre la depredación, el intercambio equilibrado, el estado de derecho y el regreso del feudalismo en una forma modernizada. Por eso, el reto de encontrar nuevas fundaciones está más seriamente planteado.
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