En los finales de los años 1990, con el estancamiento del consenso de Washington y el desmantelamiento de las estructuras estatales, empezó un nuevo ciclo político en la región que reconfiguró las fronteras trazadas en el campo informacional. Símbolo del rol desempeñado por muchos medios de comunicación concentrados, el grupo Cisneros y Venevisión en Venezuela se involucraban directamente en el golpe de estado de abril 2002 que apuntaba al nuevo presidente Hugo Chávez. En 2004, el gobierno venezolano emprendía una contraofensiva informacional a través de misiones territoriales dirigidas a la población, una reforma constitucional y del marco legal mediático (ley Resorte), la reestructuración de la Agencia nacional de información y el lanzamiento de Telesur. Tres años antes, las agencias USAID y NED habían multiplicado la financiación otorgada a la sociedad civil y los medios locales. Sus objetivos, necesariamente ocultos, eran: reforzar las instituciones democráticas, dividir al chavismo, aislar el líder venezolano en el escenario internacional, proteger los intereses vitales de los Estados Unidos.
Así se iniciaba una guerra informacional, vigente hasta la fecha de hoy, confrontando concepciones del Estado, proyectos de sociedad e intereses económicos, librada no sólo con la principal fuerza política de Venezuela sino con todas las fuerzas contestatarias del hemisferio sur, según intensidades y modalidades variables. En aquel momento, el auge de la globalización liberal y la supremacía norteamericana en las redes de información imprimían una nueva fisionomía de la conflictividad. Se consolidaban concepciones de guerra centradas en las redes, de influencia cognitiva y nuevas formas de subversión.
En la región, la demanda ciudadana de nuevos derechos y expresiones comunicacionales coincidía con el surgimiento de nuevos líderes políticos dotados de inéditas habilidades para comunicar. Luiz Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Hugo Chavez ya mencionado, todos portadores de visiones políticas contestatarias, confrontando y esquivando la resistencia de los conglomerados comunicacionales favorables al statu quo. Supieron vincularse creativamente con sus bases sociales e construir influencia a nivel internacional. Por ejemplo, el PT en Brasil y sus ramificaciones políticas lograban conseguir una tapa en 2009 en The Economist consagrando el éxito brasileño, mientras se instalaba la idea de salto cualitativo del gigante brasileño en muchos sectores académicos y formaciones políticas del exterior. Estas fuerzas políticas empujaron, no solamente a la izquierda del espectro político como lo vemos también en Chile, Colombia y México, modificaciones del paisaje mediático gracias al activismo de la sociedad organizada (Uruguay en 2013, Bolivia en 2007, Argentina en 2009, Ecuador en 2013) en pos de desconcentrar y diversificar la circulación de la palabra.
Inevitablemente, cualquier episodio de crisis de estos gobiernos o de cuestionamiento a la trama de influencia de los medios dominantes abonó a la confrontación. Eran aprovechados por los conglomerados y opositores para desgastar a sus adversarios. Pero el campo contestatario (o progresista) supo desarrollar métodos contraofensivos eficaces que todavía quedan poco analizados. Los discursos dominantes fueron eficazmente polemizados tratando de aprovechar las tensiones políticas mediante los nuevos espacios informacionales autónomos (redes sociales y web). Se recurrió ampliamente al registro de la victimización en nombre de la defensa de una causa justa (democratización, soberanía e igualdad por ejemplo) para denunciar las posturas del campo opositor y encubrir eventualmente errores propios. En ciertos casos, se intentó frenar el cerco cognitivo recurriendo al desabastecimiento del papel para la prensa, a la no renovación de las licencias audiovisuales, a la pauta publicitaria o al cambio de leyes mediáticas. También se usó el cambio de escala a nivel internacional para hacer vibrar la fibra anti-imperialista y emancipadora, organizando por ejemplo encuentros internacionales sobre temáticas innovadoras.
Después de dos décadas, con las inercias de estos proyectos políticos y siempre en función de sus características, estas guerras informacionales tendieron a mutar más hacia una guerra de posición que hacia una guerra de movimientos ofensivos. La meta pasó a ser la ocupación del espacio informacional, la propaganda más defensiva o el ataque del adversario más que la movilización social capaz de ampliar la legitimidad política y el compromiso ciudadano. El espacio informacional inclusive fue instrumentalizado, cualquier sea el color político, para compensar importantes debilidades y disimular las manipulaciones de poder.
Esto permitió por ejemplo al MAS en Bolivia camuflar una captura discrecional del escrutinio al momento de las elecciones de octubre 2019 y substituir parcialmente la realidad de auto-defenestración de su fuerza política por la idea de golpe de estado. En Brasil, ayudó en ocultar el derrumbe de la economía a partir de 2014 y la revelación de la arquitectura ilícita de compra de lealtades económicas y políticas detrás del velo de un golpismo blando urdido por los sectores conservadores. En Argentina, permitió ocultar detrás de la confrontación con los actores financieros parte del declive del modelo económico a partir de 2013 y la dispersión de las alianzas políticas sosteniendo el oficialismo. En Ecuador, sirvió para estigmatizar el candidato indígena Yaku Pérez en la elección general de 2021 y erosionar su candidatura. Obviamente, estas maniobras no invalidan las transformaciones reales realizados por estos proyectos. Lo esencial es entender la nueva gramática de conflictividad, de influencia y subversión que cada campo aprendió a practicar y en la cual la trama de intereses foráneos nunca dejó de ejercer su influencia (a través de operaciones mediático-judiciales, de redes de inteligencia, de la difusión de conocimientos…etc).
Al final, luego de veinte años de confrontación, no hay un claro vencedor de estas batallas. Pese a las ofensivas, ningún cambio de régimen o revolución de color ha sido implementado exitosamente por los cómplices inmediatos o lejanos de los intereses norteamericanos. A contrario, tanto en Venezuela, como en Bolivia, Brasil, Ecuador y Argentina por citar solamente ellos, se viven situaciones de empate y de polarización donde ninguna fuerza es capaz de imponer mayoritariamente su proyecto político, los sectores conservadores ofreciendo generosas inconsistencias para ser aprovechadas por sus competidores. El patio trasero de antaño ya transita hacia un lugar disputado por las dos potencias sino-americanas. Comunicacionalmente, se relativizó el poder de los monopolios mediáticos más allá de la nueva concentración vinculada a la convergencia tecnológica y a la reforma (o no) de los marcos regulatorios. Tema medular: el nuevo espacio informacional ha permitido revertir la relación entre los actores débiles y los fuertes. Amplió los márgenes de los actores políticos disidentes y contra-hegemónicos. A lo largo de estas dos décadas, estos últimos se nutrieron de distintas culturas estratégicas del combate comunicacional (komintern, gramscismo, marxismo, agitprop, maoismo), mientras los dominantes recurren en general a estrategias de tipo social learning, cerco cognitivo y propaganda.
El resultado de esta guerrilla es a la vez una mayor confusión en término de comprensión de la realidad, pero también una mejor consciencia de los desafíos estructurales que saltaron a la vista: arcaísmos morales, ideológicos y organizacionales; escasez de mirada crítica en los aparatos políticos; freno a la modernización institucional; capitalismo de connivencia; primarización y neodependencia económica. Estos retos, plenamente vigentes, están plasmados en el telón de fondo de un nueva conflictividad geopolítica, económica e informacional. En otras palabras, otro ciclo ha comenzado y las nuevas guerrillas informacionales recién empiezan.