El joven común global constituido por la conectividad electrónica abraza cada vez más otras actividades humanas y va penetrando en las culturas estratégicas. Esto es el modo en que se concibe y moviliza los recursos digitales en un determinado proyecto de sociedad. Esta mirada estratégica, o más sencillamente la percepción que cada ámbito geocultural o sectorial se hace de las redes informáticas, está lejos de constituir una dimensión menor o marginal.
Las discusiones acerca de una Internet democrática desde las organizaciones sociales en América Latina insisten precisamente en esta cuestión. En el encuentro de Quito en septiembre 2017, la idea de involucrarse en una nueva comprensión de la comunicación electrónica surgió junto con cuatro otros lineamientos: fortalecer un horizonte de lucha (componente ideológico); construir un actor colectivo (organización); articular y crear alianzas (potenciar lo existente y ampliar); profundizar experiencias y paradigmas alternativos (acción directa e innovadora). Uno de los desafíos para avanzar hacia una Internet ciudadana es combinar simultáneamente estos lineamientos, siempre en relación con las coyunturas concretas.
Descifrar la fisionomía evolutiva de las redes, sus interacciones con otros vectores de poder e influencia, dotarse de un marco interpretativo dinámico se vuelven un ejercicio central, tanto para una Internet democratizadora como para una política de Estado. En este sentido, hay un aspecto clave que me parece importante resaltar. La apropiación técnica que los actores de la región realizan de las innovaciones digitales, emana ante todo de una voluntad de asimilación – inclusive filosófica – del ADN de la comunicación electrónica y una capacidad de reformulación conceptual. Esta capacidad tiene que ver con la incorporación de la gramática electrónica en la cosmovisión regional y global.
En América Latina, la realidad objetiva del territorio electrónico sigue siendo la de un apéndice tecnológico del imperium de Washington. Pese a las sucesivas crisis de confianza en la conducción norteamericana de Internet y sin haber podido concretizar la regionalización de ciertos de sus componentes (UNASUR y CAN [anillo regional de fibra, Red de conectividad suramericana para la integración], Mercosur [Grupo gubernamental de ciberseguridad y gobernanza]), la extraterritorialidad norteamericana sigue vertebrando todos los niveles de la infraestructura regional (tráfico, ruteo y buscadores, ecosistema de datos y normativas) al mismo tiempo que impide la emergencia de un mercado digital regional.
Este predominio estructural impone obviamente serios límites, tanto internos como externos. Pero es importante percibir que esta dominación heredada se traslada también en las concepciones del ciberespacio. Los recursos digitales son abordados en general desde esquemas ortodoxos o dialécticos. Las élites tienden a manejarse entre una serie de concepciones que oscilan entre la delegación tutelada de los recursos (particularmente en el ciclo entreguista actual), el tecnicismo desarrollista (las redes son una herramienta más para el desarrollo sin alcanzar un valor estratégico) o el regionalismo autónomo y antiimperialista. En estas concepciones, en apariencia opuestas, lo digital tiende a no estar interiorizado como algo capaz de modificar las relaciones de fuerza, de compensar asimetrías o incentivar un modelo modernizador genuino. Existe una suerte de seguidismo “pasivo” que a la hora de propulsar otra agenda movilizadora se transforma en una debilidad. Es clave trabajar esta debilidad para renovar las visiones transformadoras de los bienes digitales.