Por Arnaud Blin (Centro de estudios sobre gobernanza y políticas globales (Nueva York), autor de Historia del terrorismo junto a Gérard Chaliand)
François Soulard (Foro por una nueva gobernanza mundial (Buenos Aires), colaborador del Diccionario del poder mundial)
Tras varias semanas de incertidumbre en relación a la política exterior de Donald Trump, los acontecimientos se precipitaron con, en el espacio de pocos días, la intervención militar en Siria y Afganistán unida a un nuevo plan -informal todavía- para la gran estrategia de los Estados Unidos. ¿Qué surge de todo esto? Muchas cosas.
A pesar de varias teorías conspiracionistas que no dejaron de mostrar la arquitectura de desinformación que se va intensificando a escala planetaria, la decisión de intervenir en Siria tras el ataque con gas sarín atribuido, con o sin razón – probablemente con razón, pero poco importa ya que los acontecimientos siguen su curso – a las fuerzas armadas sirias va a definir de alguna manera toda la política de Donald Trump para los próximos años. De hecho, esta intervención señala el estruendoso regreso de los Estados Unidos en el juego de los grandes y marca una ruptura con la política del presidente Obama, la cual ha sido muy lejos de ser menos militarista pero si menos pretenciosa en términos de proyección de potencia. Más allá de la retórica oficial sobre la necesidad de hacer respetar las normas internacionales, esta intervención tiene como único objetivo enviar una señal a la comunidad internacional, y en particular a Rusia y a China, que los Estados Unidos piensan volver a ocupar ahora el primer plano de la escena.
En forma paralela, el repentino acercamiento con China, duramente criticada durante la campaña de Trump y el brutal enfriamiento de las relaciones con Putin indican que Trump va a jugar la carta del equilibrio de las potencias aliándose con uno o con otro de los dos otros grandes actores del tablero mundial. En el gobierno de Trump, la marginalización repentina del inquietante Steve Bannon, hasta ahora principal asesor de Trump, en favor de Jared Kushner (durante muchos años cercano al Partido Demócrata) y de Ivanka Trump, respectivamente yerno e hija del presidente, anuncian un estrechamiento del epicentro de toma de decisiones en torno a un núcleo familiar alrededor del cual girará en órbita el resto del gobierno.
Frente a las dificultades que ya encontró Trump en materia de política interior, todo lleva a creer que va a concentrarse en los asuntos exteriores. Por un lado porque la Casa Blanca goza en ese área de un poder mayor que en el espacio interno; por otro lado porque Donald Trump va a encontrar en las negociaciones con sus pares un terreno que le conviene mucho más que el de andar tironeando por pequeñeces con el parlamento estadounidense. A través de su política exterior, donde va a hacer sentir la potencia de los Estados Unidos, Trump intentará ganarse un apoyo del público estadounidense que le permita, eventualmente, amordazar al parlamento (recientes encuestas indican una opinión mayoritariamente favorable a las medidas de ataque aéreo a Siria en la población estadounidense).
Así pues, para resumir, toda la política de Trump parece articularse hoy alrededor de las relaciones de fuerza, teniendo por telón de fondo una estrecha visión del interés nacional de los Estados Unidos. Por lo que podemos ver en la actualidad, es probable que la dimensión ideológica esté ampliamente ausente de la ecuación, inversamente a lo que habíamos podido observar con los neoconservadores de George W. Bush, que son de aquí en adelante más espectadores que actores. Es posible entonces que se plantee una política en línea con la tradición de Teddy Roosevelt y de Richard Nixon (y Kissinger), más que con la de Reagan o la del segundo Bush. Por otra parte, olvidemos el aislacionismo circunstancial evocado por el candidato Trump durante la campaña para satisfacer al público estadounidense. Trump será, en los hechos, cualquier cosa menos aislacionista.
Si este esquema se concreta, el principal peligro vendrá de la voluntad del presidente de intervenir militarmente, por ejemplo en Siria o en Irak, sin tomar realmente en cuenta todos los pormenores de ese tipo de acción. Cabe recordar que los actuales conflictos irregulares tienden a dejan a los modos tradicionales de intervención militar y «cambio de regímenes» en una situación paradójica de impotencia. Nada hace suponer que Trump pueda tener la fineza política de T. Roosevelt o de Nixon y no se dejará influenciar por los expertos o militares, sino que confiará más en su propia intuición, su conocimiento de los hombres y los consejos de sus allegados. Por otra parte, sus relaciones con Putin podrían degenerar rápidamente, con consecuencias nefastas en el terreno. En este juego de tres – EEUU, China, Rusia – Europa no será más que un socio de segundo rango obligado a seguir a los Estados Unidos. Es cierto que, contando con un voto cada uno en el consejo permanente de seguridad de la ONU, Francia y el Reino Unido tendrán al menos voz en el asunto pero, globalmente, les costará salir del rol de segundones y no podrán oponerse a Washington de manera efectiva.
En relación a América Latina, seguimos en la línea de la Doctrina Monroe con una lógica combinando poder blando y ofensivo capaz de presionar a los regímenes recalcitrantes. Aunque sería quizás exagerado hablar de imperialismo en sentido clásico de la palabra, no hay duda de que Washington piensa ejercer todo su peso para que la geopolítica del continente apoye los intereses estadounidenses e intentará dictar sus propios términos, tal como sucede ya con México. En Oriente Medio, todo lleva a creer que la política de Trump se inclinará ampliamente en favor de Israel y que esa actitud decidirá las demás alianzas en la región. El Estado islámico, que por ahora no representa prácticamente ninguna amenaza para los Estados Unidos, podría convertirse en un pretexto para una intervención en Cercano Oriente. En este sentido, algunos próximos atentados podrían servir de chispa disparadora.
Queda por saber si los Estados Unidos tienen todavía los medios para implementar una política de esta naturaleza. Es cierto que la hiperpotencia de antaño tiene que negociar ahora con China, pero a pesar de todo cuenta con algunas ventajas: una fuerza militar y un presupuesto militar sin comparación en el mundo, una economía eficaz y, a fin de cuentas, dinámica, una voluntad del público estadounidense de recuperar su rango. En sentido inverso, Washington puede llegar a verse aislada en algunas elecciones, con todos los riesgos que implican las acciones unilaterales. Trump, cuyo último objetivo es devolver a su país el lugar preponderante que ocupó hasta hace unos años, deberá esquivar los múltiples obstáculos que puntuarán su ruta en cuanto ponga a andar los engranajes. En ese ámbito, Medio Oriente, Rusia, Corea del Norte e incluso China son todas trampas potenciales que podrían rápidamente llevar a Washington por una pendiente extremadamente resbaladiza, tanto más cuanto que el presidente gusta particularmente de la estrategia del caos. Desde un punto de vista más general, este paso a la fuerza no resolverá en nada los grandes problemas del momento que afectan al conjunto del planeta. Más bien, todo lo contrario. Y con esto de “cortarse solo”, finalmente todo el mundo, incluidos los Estados Unidos, se arriesga a perder las plumas, e incluso mucho más. Algo es seguro ya: la época del “No Drama Obama” se ha terminado claramente. Se abre el campo de aquí en más a la realpolitik ortodoxa, a las relaciones de fuerza y a las pulseadas de todo tipo.