Después de cuarenta años de informatización en un contexto de reconfiguración del tablero geopolítico, ahora se plantea con mayor urgencia la cuestión más amplia de la elaboración de una nueva matriz de interpretación del sistema sociotécnico actual. Nuestras economías no son meramente transformadas solo por los flujos “digitales” y las redes. Son afectadas de manera más amplia por el efecto combinado de la conectividad ubicua, la microelectrónica y la ingeniería del software, en pocas palabras, por la informatización galopante, que se ha convertido en el eje del sistema sociotécnico contemporáneo. En la década de los 80′, Internet y el teléfono inteligente siguieron tras los pasos del nacimiento de la microelectrónica y luego condujeron a la nube, el big data y el blockchain en la década del 2000. En 2020, estamos con la Internet de las cosas y en el umbral de un nuevo estadio de la ubicuidad con la conectividad 5G. Una transición informática de gran alcance sigue su curso. Nos corresponde entenderla y ponernos a la altura de los desafíos.
Ahora bien, más allá de cada adelanto tecnológico sucesivo, debemos reconocer que a nuestras mentes les resulta difícil comprender este movimiento envolvente, como si hubiera un obstáculo para nombrarlo y concebirlo, sin traicionarlo ni desnaturalizarlo, o como si fuera comprensible solo en los efectos finales que genera. “Negocios digitales”, “economía digital”, “ciberespacio”, “neoimperialismo digital”, “transhumanismo”, “economía colaborativa”, “inteligencia artificial”, “tercera revolución industrial”, etc. Estos términos nos remiten, a su vez, a otras tantas dimensiones reales del fenómeno y tienen el mérito de llegar a los no especialistas. Pero a menudo recortan mordazmente mucho de lo que necesitamos para discernir, medir y poner en perspectiva. Muchas veces, el optimismo ingenuo, el pesimismo orwelliano, el seguidismo aborregado o los diversos atavismos ideológicos incluso nos han impedido – sin saberlo realmente – enfrentar los riesgos reales y las potencialidades de esta evolución, lo que por otra parte lleva a inclinarse ante el juego de los poderosos, es decir, de aquellos que han sido capaces de domar a través de la inteligencia la fuerza transformadora de esta evolución.
Sin embargo, un rápido rodeo por la historia de las innovaciones nos recuerda cuánto las turbulencias generadas por este tipo de transformación empujan a los actores involucrados a actuar llevando la contraria, de manera depredadora y violenta. Este es el mensaje, que debemos releer más atentamente, de Schumpeter, Simondon y Gille, entre otros. Michel Volle también subraya que la sociedad no hace el esfuerzo de comprender una revolución industrial hasta después de un episodio de destrucción más o menos prolongado. De hecho, es evidente que la nueva economía informatizada está muy lejos de ser el simple instrumento de una cofradía de todopoderosos que manipulan en las sombras las riendas del capitalismo inmaterial. Actúa con naturalidad, por así decirlo, precisamente porque transforma las relaciones entre los seres y la naturaleza, de una manera ultracapitalista y desestabilizadora, al concitar ciertas formas de violencia. En efecto, en las condiciones actuales, la informatización exacerba la guerra de los mercados, la ultrafinancierización del capital, la competencia por el monopolio y la movilidad, en particular la fiscal, sin mencionar las consecuencias sobre las desigualdades, la precarización y la estructuración del empleo. Este comportamiento de alguna manera es parte del “código fuente” de la nueva economía informatizada. Ha barrido algunos monopolios, ha fortalecido otros y ha reconfigurado sectores enteros de la industria en nombre de la eficiencia informática, generando un nuevo tipo de creaciones y rapacidades. ¿Significa esto que la economía informatizada es la etapa final del capitalismo convertido al imperialismo y que debería incluirse entre los nuevos avatares de la dominación? La obligación del discernimiento nos obliga justamente a abrir el horizonte y no apegarnos a las respuestas binarias.
Desde las revelaciones de Snowden en 2013, los lanzadores de alerta y los defensores de los derechos y las libertades informáticas no han dejado de denunciar una deriva neofeudal de la “industria digital” y de buscar alternativas. Al tiempo que los gigantes digitales desalojaban a los colosos petroleros del podio de las empresas mundiales líderes, surgió un movimiento difuso de soberanización y reterritorialización de los recursos informáticos, en continuidad con las luchas que denunciaban el aumento de las desigualdades sociales iniciadas hacía ya muchísimo tiempo durante las primeras revoluciones industriales y aceleradas a partir de entonces, hace casi medio siglo, por el librecambismo uniformador que salió victorioso de la tensión Este-Oeste. Porque, de hecho, ¿cómo no preocuparnos por una nueva ola de incremento de las desigualdades en un mundo ya desestabilizado y que se ha vuelto cínico por las desigualdades endémicas y heredadas? Las reacciones a las nuevas “fracturas” digitales se han sumado a las generadas por el ultraliberalismo desregulado, con la crisis financiera de 2008 como un nuevo punto de sutura. Marcó un punto de inflexión al infundir un relativo declive de la hegemonía occidental y alimentar las ambiciones nacionalistas. Pero no se ha hecho nada sustancial para alterar el curso de una matriz económica que reaviva las competencias por el monopolio y el predominio en red. Sin una regulación a la altura de los retos, esta profunda transición hacia una economía informatizada continúa así su marcha, con sus consiguientes “destrucciones creativas”, en un contexto de creciente heterogeneidad geopolítica.
Para que esta transición sea favorable, controlada y menos depredadora, en teoría, tendría que emprenderse una reforma importante de la arquitectura institucional y la gobernanza. Y no solo de la gobernanza de Internet. Se necesitará mucho más que los tímidos esfuerzos realizados hasta ahora en este ámbito. Ambición inmensa por cierto, casi impensable hoy en vista del retroceso multilateral que tiene lugar ante nuestros ojos. Sin embargo, a pesar de la atonía o el atavismo de las instituciones, nada nos impide considerar las nuevas reacciones de las masas sociales que han mostrado un vigor excepcional durante la última década. Basta pensar en el año 2019, poblado por una asombrosa ola de indignación multinacional, y en los estallidos antirracistas y climáticos ahora presentes tanto en el Norte como en el Sur y especialmente al interior de cada sociedad. La resiliencia social ha reiterado su fuerza para contrarrestar la inercia política en estos temas. Desde luego, es de esperar en el corto plazo que las multitudes no vayan directamente a llamar a las puertas de las autoridades que dictan las leyes de monopolio o a los ministerios de asuntos digitales. Pero desde hace ya algún tiempo han ocupado rotondas y arterias urbanas para denunciar los efectos deletéreos de la exclusión y de una globalización segregativa. Todo hace pensar que continuarán reaccionando enérgicamente ante la pereza institucional para abordar el problema lancinante de las injusticias y la heterogeneidad, colocando así la economía informática en la mira de los movimientos que cuestionan la injusticia social.
La hipótesis que formulamos aquí es que el primer escollo con el que se topa la posibilidad de una reforma de la economía informatizada, al menos en el ámbito de los tomadores de decisiones y los dirigentes, pero podríamos ir mucho más allá, por ejemplo en el seno de la sociedad civil, es el de una barrera de discernimiento y percepción. Las tecnologías informáticas fascinan, atraen, seducen, tanto como asustan o repelen. Pero sobre todo, en especial por su obsesiva referenciación al registro técnico, evolucionan, por así decirlo, fuera del campo cultural, escapando de una comprensión más lúcida y unificada que va más allá de las lecturas disciplinarias. Patinan sobre un marco conceptual y filosófico muy amplio que reduce la capacidad de los políticos para orientarse activamente en este nuevo mundo informatizado. Por supuesto, no faltan ideologías e influencias. ¿Cómo no atenerse a las promesas de crecimiento difundidas por el poder blando de la potencia estadounidense que sigue siendo dueña de las innovaciones en este campo? ¿Cómo afrontar el peso de los lobbies digitales capaces de hacer competir a los Estados? Pero precisamente, incluso el seguidismo pasivo tiene un alto precio en este ámbito, como Europa, por ejemplo, y muchas otras naciones con capacidades probadas, que permanecen en una adolescencia estratégica.
Más allá de una agenda demasiado conformista y defensiva y como lo que encarna un green new deal para guiar el esfuerzo hacia una macroeconomía sostenible, ¿no es ahora necesario afirmar las bases de un imaginario, una filosofía y un marco conceptual de la economía informatizada con el objetivo de orientar la política? Este nuevo tipo de economía no puede reducirse a los bienes comunes, la mal llamada “economía digital”, la economía colaborativa o el reduccionismo de una “tercera revolución industrial”. Las integra, las invade y las nutre al mismo tiempo, siguiendo los ensamblajes que se configuran entre el mundo material, los procesos productivos y la inteligencia. Pero, para salir de la efervescencia del momento, es necesario deshacerse de visiones demasiado sesgadas, parciales y desproporcionadas, buscando arraigo en las nuevas cuestiones sociopolíticas.
Algunas iniciativas ya avanzan en esta dirección, además de todas las batallas que ya se libran en las múltiples trincheras temáticas de las sociedades informatizadas. Pero a menudo permanecen aisladas y segmentadas, sin aspirar realmente a una convergencia. En ausencia de tal inversión en la gobernanza de la “economía electrónica”, es muy probable que otros proyectos sigan ocupando el espacio vacante, como el de Facebook y del Libra, anunciado en 2019, que se afianza en este campo combinando una red social global y la monetización de los microintercambios, cuidando de no revelar su proyecto de sociedad y su fondo de comercio basado en la información, el extractivismo y la influencia. Lanzado sin regulación ni supervisión por parte de las autoridades públicas, el Libra abre potencialmente la posibilidad de que dos mil millones de usuarios realicen microintercambios cooperativos, sociales y ecológicos, en un contexto de ausencia de otros instrumentos unificados que permitan valorizar la riqueza de la economía colaborativa. China hizo lo mismo al anunciar una integración más fuerte de la economía digital en sus intercambios nacionales (criptoyuan). En la década que comienza, estos avances, que transmiten objetivos cooperativos e imperialistas que no se excluyen mutuamente, colocarán a la economía mundial frente a nuevas rupturas. De ahí el esfuerzo necesario para preparar nuestras mentes y reducir lo más posible el costo de las destrucciones.