América Latina hace olas. La vuelta de las democracias en los 80, la hegemonía neoliberal en los 90, la contestación progresista en los 2000 y el reflujo conservador en 2010. Una nueva ola “rosada” vino ahora a instalarse en la región en el telón de fondo de los golpes pandémicos y de otros tumultos globales.
Con la llegada de Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia, Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Andrés López Obrador en México, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, a los cuales se suman Venezuela, Cuba y Nicaragua: todos forman una pan-izquierda instalada en nada menos que las cinco principales economías del continente. Más aún si Brasil elige Lula da Silva el año próximo.
Al interior de esta gran familia, las afinidades ideológicas son muy dispares. Los antagonismos entre Boric y Ortega o entre Petro y Maduro pueden ser abismales. No se observan consistentes coaliciones programáticas ni mayorías de estas fuerzas políticas en los congresos nacionales. En varios contextos, los oficialismos anteriores se han derrumbado, seguido de elecciones definiendo alternativas a media tinta, encauzando descontentos y rechazos. Los nuevos gobiernos de izquierda asumen para gestionar economías endebles, finanzas públicas estropeadas y grietas sociales más marcadas. La región navega sin liderazgos regionales dada la precariedad de los equilibrios internos y la insolvencia de Brasil.
Tanto a la izquierda como a la derecha, las derivas autoritarias, las polarizaciones y el nivel de hostilidad política son más que preocupantes. En Perú, Castillo experimento dos intentos de destitución, mientras Lula da Silva sufrió persecuciones en un Brasil derrumbado en primer lugar por los errores estratégicos del PT y en segundo lugar por las contraofensivas opositoras. En Bolivia en 2019, el MAS optó por la vía caótica de un autogolpe bajo la presión del estallido ciudadano que reclamaba una elección transparente. Nicaragua, Cuba y Venezuela recurrieron directamente una mayor coerción de sus oponentes.
En contraste, las aspiraciones de las bases sociales en términos de estado de derecho y de mayor dinamismo no dejan de estar intensas. Parte del giro político actual se traduce en la búsqueda de un mejor arreglo entre seguridad colectiva, Estado protector y nuevo protagonismo para lograr un crecimiento en un contexto mundial adverso.
Entonces, ¿a qué rumbo nos está llevando este proceso?
A diferencia de hace dos décadas, la región no se encuentra en una coyuntura, solapando un auge de demanda en materias primas y una puja para salir del callejón neoliberal.
El boom de los commodities, clave para la consolidación de los Estados y el surgimiento de una clase media latinoamericana, finalizó en 2014. Después de haber contenido eficazmente la crisis financiera de 2008 con mayor capacidad contra-cíclica, varios Estados entraron en recesión, dando inicio a una ola de movilizaciones populares en Chile en 2011 y Brasil en 2013.
La anemia económica posterior impactó directamente en las condiciones de vida, creando una coyuntura que fue instrumentalizada por formaciones políticas adversas. Estas últimas, al igual que los promotores del progresismo, no percibieron los retos planteados por un giro más estructural del capitalismo y de la geoeconomía.
La escena global se volvió más inestable mientras el perfil económico regional siguió principalmente dependiente del sector primario (75% de los ingresos regionales de exportación en 2018-2019). El crecimiento chino frenó, llegando en 2021 a ser el más débil de los últimos treinta años (debido a la crisis energética, sanitaria e inmobiliaria en China). Varios países occidentales van ajustando sus políticas monetarias presionando a la región con riesgos de salida de capitales, de trabas a las inversiones y de restricción externa.
En consecuencia: entre 2014 y 2021, el crecimiento anual de Sudamérica ha sido uno de los más débiles a nivel internacional, con altos niveles de inflación y endeudamiento. La COVID-19 aceleró las tendencias en marcha, haciendo de la región la más afectada tanto en términos sanitarios como económicos.
Actualmente, el aumento de los precios de las materias primas debido al doble impacto de la pandemia y de la guerra ruso-ucraniana ofrecerá un poco de oxígeno. La CEPAL anunció una leve mejora del crecimiento regional (1.5% del PBI en 2022) que beneficiará particularmente a los productores de petróleo y de gas (Brasil, Colombia, Ecuador, Bolivia).
A pesar de este repunte, los daños sufridos por las economías no auguran perspectivas favorables. Las izquierdas y todos los actores políticos están obligados a moderar o rever sus lineamientos acordes a las coyunturas. Las propuestas de sueldo básico universal (Argentina) o de otorgamiento de empleo público, de acceso a la universidad o de prohibición de explotación de hidrocarburo (Colombia) casi no tienen viabilidad. En la práctica, la mayoría de los gobiernos va reduciendo su apoyo a los sectores sociales y productivos en la etapa posterior a la pandemia.
En Argentina, el ensimismamiento de la coalición oficialista y la falta de una construcción política seria con la sociedad luego del fracaso del oficialismo anterior agudiza los choques internos y pone el país en la cornisa. En Brasil, un retorno eventual del PT lo convocará ante todo a gestionar una economía somnolienta, enderezar las finanzas públicas y dar respuesta a una mayor precariedad social sacudida por la curva inflacionaria.
Por lo pronto, la coyuntura es a la vez desfavorable, turbulenta e incierta, no solamente a corto plazo. Primero sostener lo económico para viabilizar o inclusive rehabilitar lo político. La inercia o la inconsistencia de los partidos tradicionales se suman a los problemas. Como ya lo ilustran algunos perfiles extremos en Chile, Brasil o Argentina, no faltarán intentos para instrumentalizar las frustraciones y capturar los complejos resortes psico-emocionales de los pueblos.
El énfasis en lo económico en esta lectura no debe ser visto como un sesgo ideológico. La economía es una condición de viabilidad y de potencia en un mundo que desde 1990 ofrece márgenes de maniobra, principalmente en el ámbito geoeconómico. La estabilidad interna (no necesariamente sinónima de consenso político) y la consolidación de una clase media capaz de contribuir a los patrones evolutivos de creación de riqueza son dos variables centrales.
A diferencia de otros países emergentes, las élites latinoamericanas no han sabido hasta ahora interpretar y a fortiori llevar a cabo estos cambios. Van y vienen como las olas, rebotando contra arrecifes políticos amarrados con dogmas e inercias firmes. Si la idea de revolución volvió enfáticamente en la retórica política (“revolución liberal” en Brasil y Argentina, “revolución popular” en Ecuador, Bolivia y Venezuela, “cuarta transformación” en México), hay una agenda revolucionaria pendiente en materia de cultura política y estratégica. Mientras tanto, el continente desarrolla irrelevancia geopolítica y camina hacia una zona gris de mayor vulnerabilidad sistémica.
La situación actual deja al desnudo muchos renunciamientos para emprender reformas más substanciales y duraderas. Si no hay dudas que la situación actual es muy limitante, es posible también que surjan rupturas creativas y que se eleve la mirada. Veremos.