La mundialización, fenómeno central de nuestros tiempos, ha vuelto a las agendas a todo vapor, de manera sorprendente y tumultuosa, a juzgar por los sobresaltos que están teniendo lugar en muchos escenarios políticos. Hay quienes anuncian un giro hacia un ciclo post-liberal; otros predicen la muerte de la globalización. Sin perder de vista la gravedad del caso, alegrémonos por la ebullición que se está manifestando con vistas a resignificar y asumir las mutaciones de los asuntos globales. Las que están teniendo lugar ahora mismo comienzan a dibujar una línea de perturbación de la gobernanza mundial, borrando a su paso algunas obviedades sobre las dinámicas vigentes y la realidad de los equilibrios internacionales.
Pocos habían previsto, en efecto, que el peso del mundo volviera con tanto alboroto al campo de las opiniones y los debates públicos sobre lo nacional. Al espectacular giro proteccionista del mundo anglosajón -desde los EEUU de Donald Trump hasta el Brexit de Gran Bretaña- se suman las turbulencias que sacuden a la clase política europea, desconcertada ante la naturaleza de los problemas que se plantean y presionada de cerca por el avance de sectores reaccionarios y ultranacionalistas. La situación es notablemente distinta en los países del Sur global, en particular en los (re)emergentes que supieron, aun con sus vicisitudes y contradicciones, sumergirse sin supremacía y de un modo más permeable en las interdependencias mundiales. No obstante ello, muchas reconfiguraciones y fenómenos comparables a los de los países occidentales se están desarrollando en India, Japón, Rusia, Turquía, Filipinas, Sudáfrica o Brasil (del presidente Temer). A través de estos distintos casos, que distan de constituir un sistema pero se acercan a una línea de fuga de la que la Historia ya nos ha mostrado algunas salidas posibles, se van perfilando nuevos esquemas de interpretación y nuevas reglas de juego en el paisaje internacional. Las que los electores acaban de ratificar recientemente en el país del Tío Sam confirman y profundizan al mismo tiempo una de esas líneas de fuerza. Nadie quiere ser patrón ni servidor dócil de una mundialización difusa, imprevisible, difícilmente domesticable y, para peor, menos “rentable” en el plano económico. La idea es atrapar fuertemente con las pinzas del interés nacional las cadenas de la mundialización y, de ser necesario, forjar una mezcla ideológica capaz de seducir a los excluidos y calmar las angustias securitarias.
Este aparente new deal es un verdadero mazazo en la cabeza de la globalización, en particular para los Estados Unidos que no han cesado de destilar el opio liberal por todas partes del mundo desde los años ’80 y que, tras la bipolaridad de la Guerra Fría, han sido llevados a tomar el mando de una especie de ordenamiento geoeconómico unipolar. Ese orden transitorio, flotando sobre las narrativas universalistas de una pax americana y los restos de la arquitectura institucional de la posguerra, nunca desembocó realmente en la reescritura de un conjunto de nuevas reglas de juego, tal como había sido el caso a la salida de los grandes conflictos internacionales previos. La inclinación de ese modelo geoeconómico siguió cayendo vertiginosamente hacia una triple crisis de relación con las condiciones biofísicas del planeta, entre las sociedades, las clases sociales y los individuos mismos. Por otra parte, pasada la embriaguez de la hiperpotencia norteamericana, la actualidad nos muestra hasta qué punto la diplomacia de Washington, sin haber perdido por completo sus ventajosas cartas de gran nación, sí ha perdido la capacidad de imponer sus reglas de juego al resto del planeta. Las pruebas están a la vista en Siria, en el conflicto israelo-palestino, con China y con Rusia e incluso con México, Cuba y América Latina. El rotundo fracaso de la cruzada mesiánica que los neoconservadores habían emprendido montando su proyección evangelizadora sobre los motores de la mundialización, Barack Obama lo había sustituido por un tímido pero significativo divorcio de la ambición anglosajona, basándose en el librecambismo lanzado por sus predecesores y reciclando con torpeza las pretensiones imperialistas en forma de un intervencionismo y una participación en conflictos irregulares. Todos, incluidos los promotores del Make America Great Again, confiesan hoy con bastante claridad que el monopolio de la potencia occidental se disipó en el oleaje de la mundialización, hecho del que no podemos
a priori más que alegrarnos, pues es sinónimo de un retroceso de los reflejos imperialistas. Pero hay que reconocer que el vacío generado por el repliegue occidental todavía está lejos de desembocar en verdaderas perspectivas de regulación de nuestro pre-sistema multipolar ni, con más razón aún, de garantizar la gestión de un mundo cada vez más inestable.
Ahora bien, la vía que se va consolidando actualmente, aun con sus matices evidentemente diferentes de un contexto a otro (Alt Right, natalismo, ultranacionalismo, aislacionismo, separatismo regional, negacionismo, etc.), toma en contraposición una relación a las interdependencias globales vivida como inacabada, ingenua, padecida y finalmente desestabilizadora para las comunidades enmarcadas en su Estado nacional. Al business as usual de una élite transnacional que lleva las riendas de la globalización económica en perjuicio de los sectores marginalizados y de la coherencia nacional se opone una recuperación del control bilateral, incluso unilateral, del comercio en función de las prioridades patrióticas que, casi mágicamente, coinciden con los intereses corporativos constituidos. El cosmopolitismo racial intentado por Obama y los encantamientos de los dirigentes europeos en favor de la mixidad social son reemplazados por una reafirmación de los muros de separación, de las fronteras y del espacio nacional, sobre un fondo de identitarismo ofensivo y exacerbado, que se traduce en la práctica por una ola de xenofobia y una represión de los flujos migratorios. Agreguemos a esto la tendencia a la propaganda mediática de los aparatos políticos, los envoltorios emocionales y la improvisación diplomática reemplazando la paciente búsqueda de un multilateralismo, titubeante por cierto y tapando a veces el ejercicio de las relaciones de fuerza, pero mostrando al menos una voluntad de buscar el interés común. Recordemos que el concepto de globalización, aunque a menudo se resuma a la dominación financiera y el saqueo neocolonial para muchos pueblos del planeta, no es sinónimo de la mundialización que nosotros planteamos aquí para abordar la complejidad del orden mundial. Ésta se refiere a una matriz basada en los principios de interdependencia, de comunicación generalizada, de solidaridad, de meta-soberanía, multilateralismo y bienes comunes. El desafío político consiste en tra
ducir esa matriz a una nueva arquitectura de gobernanza mundial.
En principio, nada obliga a ver solamente aspectos negativos en estos diferentes postulados. Un nacionalismo adaptado y modernizado es un factor central de dinamismo económico y de soberanismo de las naciones emergentes que evolucionan en el contexto de una globalización que lamentablemente no tiene piedad. Una reacción anti-establishment es legítima frente a una clase dirigente endogámica, atrapada en su rutina de mantenimiento en el poder, que ha sabido instalar su “software globalización” en la matriz de la mundialización con el fin de hacerse con sus riquezas y con buenas partes de poder. Las últimas cifras brindadas por OXFAM en 2017 sobre las desigualdades mundiales son muy elocuentes en ese sentido. Pero por más legítimos que puedan parecer algunos preceptos, van sin embargo en contra de una alternativa plausible y de las bases mismas de esa matriz mundial que mencionábamos anteriormente y cuyas carencias actuales son una de las principales fallas tectónicas en la estabilidad de nuestro sistema internacional. El identitarismo es un sedante eficaz para calmar las frustraciones, pero destila silenciosamente su veneno cuando se quiere abordar, al menos con un poco de pertinencia, una de las cuestiones más candentes de la agenda global, a saber: la movilidad humana. El nacionalismo defensivo recorta y destruye las solidaridades y los bienes comunes, tal como lo ilustra la dramática renuncia de Donald Trump a asumir la delicada agenda de transición climática definida por la ONU. El bilateralismo no tiene un real alcance sobre las cuestiones estructurales de una comunidad compuesta por cerca de doscientos Estados-nación y se convierte en leitmotiv para generar todo tipo de escaramuzas a la sombra de las débiles instituciones multilaterales y de las normas internacionales. Las posiciones hostiles asumidas recientemente por Netanyahu en relación al territorio palestino o el proyecto del gobierno norteamericano de aplicar una barrera comercial en las fronteras frente
a las narices de la OMC y de China sólo son sus premisas. En cuanto al populismo, aun cuando expresa un retorno deseado de lo político y una nueva relación con las élites, hoy en día es tan útil para sacudir positivamente el conservadurismo institucional como para instalarse en la denuncia permanente del adversario e instrumentalizar los miedos.
Esta agua gris que se infiltra en los cimientos tambaleantes del tablero geopolítico es doblemente alarmante y nos lleva a razonar sobre algunas cuestiones o factores estratégicos. En primer lugar, lejos de desembocar en un nuevo régimen de equilibrio del pre-sistema multipolar, la ausencia de árbitro o de actor pivote en la etapa actual de transición geopolítica confirma ser un factor de inestabilidad creciente y de surgimiento potencial de nuevos conflictos. La Historia ha mostrado más de una vez ese rol de actor pivote: Persia dentro del tablero euroasiático (IV-V siglos a. J.C.); Inglaterra en el continente europeo (1648-1789 luego 1815-1914); los Estados Unidos tras la caída de la URSS a partir de 1991, con los errores que hoy estamos pagando. El repliegue estadounidense, la incapacidad de Europa para influenciar con peso sobre los asuntos del mundo – demostrada en Ucrania, Siria y otros lugares – y la voluntad de las demás potencias de explotar estas debilidades contribuyen todos por igual a esta situación. China, a punto de convertirse en el nuevo centro de producción mundial, se mantiene todavía absorbida por su propio peso. Rusia, hábil en sus relaciones de fuerza y su diplomacia, carece de la envergadura necesaria para ocupar ese papel. Y los países (re)emergentes, a pesar de sus esfuerzos demasiado criticados por construir una diplomacia activa en el seno de nuevos clubes de potencias (los BRICS por ejemplo), no parecen todavía listos para asumir esa responsabilidad. Esta tendencia a una multipolaridad “centrífuga”, es decir a la dispersión anárquica de los polos de poder – aun cuando algunas potencias estén en fase de crecimiento- es aún más problemática cuando la matriz de los problemas a tratar supera ya ampliamente las soberanías nacionales. A fin de cuentas, el escenario actual se caracteriza más por una situación de debilitamiento “en sistema” de las potencias tradicionales que por una competencia exacerbada por el leadership hegemónico de los asun
tos globales. Las rivalidades entre Rusia, Estados Unidos y China en distintos frentes distan por supuesto de ser evacuadas. Sin embargo, recordemos que el camino recorrido desde 1991 en el régimen de desregulación de la post Guerra Fría, tan cómodo para Washington, nos muestra que las inestabilidades locales no han generado escaladas de conflictos bélicos a nivel global o intercontinental, motivo por el cual ninguna conferencia de paz ni ninguna reconfiguración importante han tenido lugar en ese período. Sin embargo es quizás oportuno iniciarse en la exploración de un nuevo régimen, capaz de partir de esta tendencia e identificar las principales variables sobre las cuales concebir un verdadero sistema de equilibrio multipolar, tal como sucedió hace cuatro siglos con el régimen westfaliano.
Segundo punto relacionado con el anterior: se va afirmando el diagnóstico de que una acción internacional a corto plazo, que mezcle los géneros y las épocas en una amalgama de moralismo, activismo y vestigios imperialistas ya no es una solución viable ni para manejar las cuestiones candentes de la agenda ni para estabilizar un tablero internacional compuesto por unidades heterogéneas. Tal como lo mencionábamos anteriormente, esta vez son los electores de las clases medias quienes lanzan un mensaje de desconfianza hacia la construcción excluyente y deficiente de las interdependencias mundiales. Ahora bien, en el fondo, el modo de gobernanza de los asuntos globales sigue siendo un mosaico inacabado, producto de las desviaciones del pasado que, además, ha evolucionado muy poco desde el fin del mundo bipolar con el ascenso de las potencias emergentes. Salvo en el raro caso de los referéndums, la democracia liberal terceriza literalmente las cuestiones internacionales, delegándolas a los entornos formales e fácticos del poder transnacional. Las decisiones se toman en un medio de diplomacia de clubes de poderosos y oligarquías, superponiendo un multilateralismo de buena voluntad, instituciones internacionales y dispositivos de seguridad colectiva relativamente anticuados (en particular la OTAN y el Consejo de Seguridad de la ONU), todo ello operando sobre una realidad modificada constantemente por el flujo permanente de relaciones de fuerza y de nuevas complejidades. En este desfasaje de gobernanza con efectos polarizadores, el camino más corto, que consiste en privilegiar las falsas soluciones que buscan héroes y responden a las pasiones del momento, está destinado a ganar terreno, en tanto y en cuanto no se sostenga a largo plazo una opinión pública vinculada a nuevos espacios políticos para discernir y acompañar nuevas perspectivas de la sociedad mundial (y regional). Ahora bien, estas nuevas perspectivas no pueden apoyarse simplemente sobre nuevas estructuras de regul
ación y de formación de una opinión pública mundial, separando anacrónicamente las variables materiales y económicas. La gravedad de las crisis sociales y bioclimáticas, ambas susceptibles de causar próximas deflagraciones geopolíticas, hacen que sea central la refundación de un pacto o de un estado de emergencia bio-geo-económico.
Por último, la contracción nacionalista actual va a constituir una fantástica pantalla de humo en relación a los movimientos de placas que revolucionan subterráneamente la matriz del poder mundial. Entre estos movimientos, la intersocialidad y la mutación de la potencia constituyen dos motores principales. Por un lado, las interdependencias mundiales y la comunicación generalizada, tanto en el Sur como en el Norte, han desplazado fuertemente las relaciones de competencia entre potencias hacia desafíos de reequilibrio social y político. Es decir hacia relaciones en las que la potencia efectiva se centre en lógicas capaces de contener la inclusión y la integración social, reparar los resentimientos y las desigualdades sociales o invertir en la regeneración de los contratos sociales. Tanto la multiplicación de las confrontaciones intraestatales desde 1991 como la desorientación de los actores tradicionales para explotar políticamente su capacidad militar constituyen marcadores importantes de ello. Basta con observar de qué manera los nuevos puntos de conflicto bélico coinciden con un cinturón de precariedades sociales e institucionales, desde Mauritania hasta Afganistán, con la aparición de nuevos mercenarios que eternizan su comercio sobre el desamparo de las sociedades. De hecho, las fuentes de violencia y de desviaciones securitarias se radicalizan más en esas zonas de vulnerabilidad sociopolítica, dentro de un ámbito en donde las resistencias y los resentimientos no están dispuestos a ceder. Esto no firma el fin de las rivalidades militares entre los Estados tradicionales, ni de las fuentes históricas de confrontación, como lo prueba actualmente la carrera armamentista. Simplemente, el ejército y las negociaciones de paz tradicionales ya no deciden exclusivamente sobre la suerte de los conflictos armados, y la acción militar es de hecho cada vez menos legítima a ojos de la población. Estas condiciones dan lugar, por otra parte, a un cambio de fisionomía de la guerr
a que se viene reciclando desde hace dos décadas hacia el terreno mediático y económico. A este factor de intersocialidad tenemos que correlacionar por otra parte los cambios que tuvieron lugar en la reformulación de la potencia que nació del pacto geoeconómico de las “4D1” : la innovación financiera, el control del derecho internacional, el manejo de las comunicaciones, la influencia de la opinión pública, la transición productiva. Aunque la hiperpotencia norteamericana lleve un cuerpo de ventaja para algunos de estos ítems, vemos con claridad que la geometría de las rivalidades ha tendido a reorganizarse en torno a estas líneas de fuerza y a reformular las alianzas geopolíticas.
En esta etapa de inflexión, la visión neonacionalista, la teatralización del miedo y los reflejos de potencia no dejarán de manifestarse en forma de ganchos y uppercuts en el ring mundial. La narrativa desglobalizante y el rechazo a las élites políticas (en el estilo de un “que se vayan todos” en Argentina), notablemente eficaz y propagada en el espacio transfronterizo del ciberespacio, parece acabar con la de una mundialización optimista que había nacido con las esperanzas de la post-Guerra Fría. Pero no olvidemos sin embargo que la pseudocomplicidad entre los partidarios del repliegue aislacionista es claramente contra natura y que navega en un sistema económico sin salida, con la deflación y la superproducción que vienen a sumarse a las presiones inmediatas que pesan sobre el sistema. Basta con observar las querellas internas entre los conglomerados industrial-financieros y el endurecimiento que ejercen sobre las economías periféricas, siguiendo los pasos de la crisis de 2007. Nada deja prever, en efecto, un camino viable y seguro para las medidas gubernamentales que estén claramente en desfase con las realidades de la gobernanza mundial que acabamos de ver anteriormente. Si el fin de las grandes luchas ideológicas del siglo pasado nos permitía pensar en un mundo menos fratricida, la realidad nos muestra que, apenas iniciado el siglo XXI, las instituciones, los responsables políticos y las herramientas económicas siguen en la actualidad sin armas para afrontar las amenazas del momento. ¿Esto significa que debemos esperar de brazos cruzados hasta la próxima deflagración? No. Conviene estar atentos, ser inteligentes y activos a la vez, pues en estos momentos clave es donde las alternativas se ponen en marcha o, por el contrario, el sistema se desintegra, al ser incapaz de responder a las exigencias del momento. Los promotores de una mundialización positiva, que todavía no han tomado la iniciativa de una unión global, ¿sabrán aprovechar esta oportunidad?
1Desregulación, Desintermediación, Desfragmentación y Desmaterialización
Publicado en Alainet.org.