Entre el estremecimiento ante el presente, la estrechez de los marcos interpretativos y la violación comunicacional de las masas
En la primera mitad del siglo XX, el escritor Aldous Huxley temía, en su obra Un mundo feliz, que la verdad quede ahogada en un océano de insignificancias y que el deseo de conocimiento iba a ser reprimido. Dos décadas después, a la víspera de la segunda mitad del siglo XX, George Orwell, autor del otro gran relato distópico 1984, se asustaba con la idea de que la verdad termine ocultada por el poder de control totalitario, anticipando en su ficción una “neolengua” (Newspeak), un idioma con palabras erosionadas y “desaparecidas”, destinado a achicar el abanico perceptivo del lenguaje y trasladar la comunicación humana al terreno de los afectos. Poco más de medio siglo después estos relatos anticipatorios, el neologismo de “post-verdad” es elegido como palabra del año 2016 y consagrado en los diccionarios oficiales del mundo anglosajón. ¿Ya habremos llegado a los tiempos post-modernos narrados por estos autores – como también por muchos otros cada uno con su aporte específico (Ira Levin, Walter Travis, Annah Arendt, René Girard, Tod Strasser, Jonathan Littell, Michel Foucault, Noam Chomsky, etc.)?
Si este neologismo tiene la virtud de sellar en una palabra corta y sencilla un fenómeno que se ha vuelto palpable en la cotidianeidad de muchas sociedades, es necesario reconocer que sus definiciones resultan todavía borrosas o mudas a la hora de entender los fenómenos y las circunstancias que lo subyacen. En principio, el término de post-verdad – o de era post-factual – plantea resumir la tendencia en recurrir menos a los hechos objetivos que a las emociones y las opiniones personales para influenciar la opinión pública. Caracteriza una suerte de cambio de equilibrio a favor de las narrativas subjetivas e ideológicas por sobre la argumentación arraigada en los datos de la realidad, una suerte de emancipación autoreferencial del discurso respecto a la realidad objetiva, en particular en el terreno de la comunicación mediática y política moderna.
Para aquellos que viven expuestos a las radiaciones mediáticas en las latitudes conosureñas, el término es muchas veces sinónimo de una intensificación de las mentiras mediáticas al servicio de tal o cual grupo de poder. Para otros, remite más bien a la emergencia de una inflación emocional, o de un postura de escepticismo y de un relativismo cultural respecto a las voces o incluso los valores dominantes en la sociedad. Si bien los contextos comunicacionales han cambiado radicalmente de un momento histórico a otro, cabe recordar que esta tensión oscilante entre apego a la realidad y construcción discursiva a la escala de una comunidad o una sociedad no es nueva (y no es necesariamente problemática). Tiene que ver con una dialógica realidad-interpretación-pertenencia que ha atravesado todos los tiempos y que las variadas corrientes filosóficas o la misma configuración de las fuerzas socioculturales del momento han resignificado.
Los Sofistas en la Grecia antigua por ejemplo, inventan la retórica, una escuela discursiva versando a veces en lo especulativo y lo ilusorio, que va a influir significativamente en la arena política (en el sofismo, todo discurso es verdadero ya que el no-ser no existe y por lo tanto no tiene acceso al lenguaje). La propaganda política, fortalecida junto a la expansión de los Imperios, se verá atacada durante cada gran episodio de revolución social con maniobras conspirativas – destilada por los sectores influyentes (Iglesia, Masonería, plutocracias) y dirigidas hacia los sectores de poder (proletariado, élites, musulmanes, etc.). Más adelante, los proyectos totalitarios del siglo XX – en el cual el capitalismo militante podría ser tal vez candidato – han transformado en armas los métodos de represión de la verdad y de manipulación psíquica-comunicacional de las masas, en un contexto donde el apego a las ideologías nacionalistas constituye un dato central de esa época (de paso recordemos el rol decisivo que tuvo el coraje de figuras tales como Aleksandr Solzhenitsyn, Rosa Luxemburgo, Malcolm X, Annah Arendt, Rodolfo Walsh, etc. en sus respectivas arenas para desnudar los aparatos de represión). Más cerca de nosotros, en los años 80, junto a una masificación creciente de los medios de comunicación, hemos visto el despliegue de nuevas proyecciones ideológicas (regionales o mundiales), que perduran hoy y que sistemáticamente fueron acompañadas por una militancia comunicacional: entre las principales, la corriente neoliberal iniciada con la dupla Reagan-Thatcher; la corriente islamista wahabita nacida en Arabia Saudita y la revolución khomeinista chiíta en Irán (la corriente comunista se derrite con el colapso de la Unión Soviética). Leyendo el trabajo histórico del francés Jean-Marie Domenach 1 sobre la propaganda, uno se puede dar cuenta que está última es tan vieja como la política misma.
Estos ejemplos brevemente mencionados nos sugieren que más allá del acercamiento un tanto maniqueo que nos propone el término de post-verdad, resulta en definitiva más enriquecedor entender las circunstancias y su itinerario de elaboración. Parafraseando al teórico canadiense de la comunicación McLuhan cuando afirma que “el medio es el mensaje” (1967), el medio, hoy, se ha transformado en un vasto ecosistema conectando multitudes, minorías influyentes y redes mediáticas, en el cual la manipulación de las mentes y de las voluntades – si bien ha evolucionado el esquema de masividad unidireccional como lo recuerda el argentino Luis Lazzaro 2 – se ve potenciada y se ha vuelto un reto central. Los indicadores de monopolización y de control mediático van creciendo 3, con consecuencias directas sobre los riesgos de “tiranización” de la opinión pública 4 y erosión de voces y derechos. Pero veremos más adelante que esta tendencia está lejos de generar linealmente un auge del “control remoto” de la opinión pública. Ésta última posee vida propia, retracciones e inercias, lo cual también constriñe la excesiva concentración de poder a una sofisticación de sus estrategias. Esta cuestión por ejemplo se evidenció en recientes iniciativas de referendos y se está debatiendo bastante en América Latina en torno al retraso de la “percepción popular” de los avances de los proyectos progresistas. Pero retomemos el hilo anterior.
En este trasfondo, el gran hito disparador que genera una ruptura en el grado de instrumentalización de la opinión pública comienza alrededor de la cruzada internacional que los neoconservadores estadounidenses emprenden luego de los atentados del 11 de septiembre 2001. Como nunca golpeados y arrastrando todavía los resentimientos de la derrota en Vietnam, los Estados Unidos emprenden una guerra preventiva en Irak como parte de un proyecto de remodelaje del Medio Oriente, todo esto encubierto bajo una inteligente fabricación del enemigo. En los medios como en las instancias multilaterales, Irak está casualmente sospechado de tener armas de destrucción masiva (algo que nunca se comprobó y que Wikileaks luego ayudó a entender). Se instala la narrativa de una amenaza de un supuesto “eje del Mal” conformado por Irak, Irán y Corea del Norte.
Este proyecto imperial, sobredimensionado y terminando en el fiasco actual que conocemos, sólo se pudo sostener a nivel de la opinión pública por una instrumentalización de los grandes medios (principalmente el canal CNN) y una intensa propaganda comunicacional. De hecho, desató una gran perplejidad en el seno de la sociedad civil y muchas teorías del complot – entre ellas vehiculadas por la red Voltaire – se agregaron al embrollo para alimentar la sospecha apuntando las élites neoconservadoras. A fin de cuentas, si bien los Estados Unidos logran justificar la intervención en un momento donde se encuentran al apogeo de su hiperpotencia geopolítica, es imprescindible señalar que, desde la guerra de Vietnam, el peso de las opiniones públicas, inclusive en el caso de la intervención de Rusia en Afganistán a partir de 1979, se ha vuelto una de las variables centrales en el fracaso de los conflictos irregulares donde está involucrado el campo occidental. Más allá de la ocultación mediática, las sociedades de los países centrales tienden a percibir el grado de instrumentalización. Se vuelven más sensibles a las perdidas humanas y reticentes a las intervenciones extranjeras, influyendo en última instancia sobre las decisiones políticas y militares. Una cosa impensable en los tiempos de guerra colonial. Dicho de otra forma, la expansión de las comunicaciones y de la libertad de prensa, tan promovidas por el proselitismo occidental – el geopolitólogo Zbigniew Brzeziński lo planteaba como un nuevo pilar de la política exterior de los Estados Unidos junto al tema de los derechos humanos – se han vuelto paradojalmente en su contra, específicamente en el campo de la acción político-militar 5 en el plano internacional. No es un dato menor y está poco abordado en los análisis comunicacionales o geopolíticos.
Mucho se escribió y se sigue escribiendo sobre esta destilación de “verdades ideológicas” por las élites de los Estados Unidos en el Medio Oriente en pos de llevar a cabo un nuevo modelo de relaciones internacionales. Mientras tanto, en los últimos quince años, se desencadenaron rápidamente toda una serie de terremotos: la crisis financiera del 2007-2008; las revueltas populares árabes del 2011; la crisis de inseguridad directamente relacionadas con los errores occidentales en África del Norte y Medio Oriente; el crecimiento continúo de los (re)emergentes (China, India), en el telón de fondo de una expansión de la conectividad global y de una serie de problemáticas transnacionales desbordando los marcos de regulación (migraciones forzadas, cambios climáticos, desigualdades sociales, riesgos financieros, etc.). Finalizada la Guerra Fría, el planeta supuestamente salía de los elementos perturbadores del siglo XX, es decir de los totalitarismos, de los nacionalismos y grandes confrontaciones ideológicas. Acaso ¿Huntington y Fukuyama no habían elaborado un relato inflacionario con las tesis del choque de civilizaciones y de un supuesto fin de la historia? Pero el tablero global se encuentra paradójicamente en una situación de nuevas amenazas y impotencias en los albores del siglo XXI.
Sin lugar a dudas, este panorama se ha vuelto otra fuente de perturbación de los supuestos instalados por la racionalidad moderna y de la vida política. Surgen nuevas perplejidades y cabe señalar que los modelos tradicionales de comunicación se entraman con estos problemas, cuando no los amplifican. En el escenario global ¿cómo ordenar hoy una comprensión del alcance del cambio climático en relación al terrorismo internacional y las grandes transformaciones geoeconómicas? ¿Cómo entender la imbricación entre la globalización y la reactivación de los nacionalismos o discernir entre los acontecimientos capaces de cambiar duraderamente las sociedades y los movimientos sin grandes consecuencias? A nivel nacional, ¿cómo entender los ejes estratégicos que orientan en profundidad el desarrollo de un país más allá de los espectáculos políticos y electorales? La comunicación a ultranza se ha agregado a lo que Noam Chomsky caracteriza como una fragmentación deliberada, fértil a la dominación mediática. De hecho, en este periodo de perturbación, varios interpretan estas tendencias como nuevas maquinaciones o planes de generación del caos por parte de los poderes concentrados. Sabemos que estas maniobras siempre existen y podrán existir. Pero se elude deliberadamente otro elemento central: la ausencia de patrones explicativos frente a la incertidumbre y la complejidad creciente de la situación planetaria. ¿Cuántas veces miramos lo que ocurre en América Latina, África, Medio Oriente, Estados unidos, etc. con los anteojos y a veces la nostalgia del siglo XX? ¿O será que de lo posible se sabe demasiado como canta hermosamente Silvio Rodríguez? En el caso de los teatros de conflicto, esta situación queda aun más a la vista, la investigación de terreno volviéndose una herramienta central de conocimiento fiable y riguroso. Resaltamos aquí que en el fondo, esta reconfiguración entre búsqueda de nuevos marcos interpretativos y la realidad siempre perturbadora y desafiante, puja hacia un clima de época más irracional y agobiante.
En 2016, dos acontecimientos terminan de cristalizar el ingreso “oficial” en la etapa de la denominada post-verdad: por un lado el referéndum británico que sepulta la inclusión de Gran Bretaña en la Unión Europa mediante un proceso electoral contaminado por campañas tendenciosas 6; por otro, la elección polémica de Donald Trump en la Casa Blanca. Hacen eco a otros procesos no directamente relacionados con ellos pero semejantes en cuanto a la preponderancia del factor emocional-mediático. Lo mencionamos aquí de forma un poco desordenada: en Brasil (destitución judicial-mediática de la presidenta Dilma Roussef); en Filipinas (elección de Rodrigo Duterte en base a un discurso muy ofensivo); en Hungría (desarrollo de un referéndum anti-migrante); en Turquía (manejo de los medios de comunicación y purga de las impurezas de la sociedad turca por el régimen de Erdoğan); en Ucrania (diabolización de Vladímir Putin y ofensiva de la coalición occidental frente a Rusia); en Siria (statu quo internacional y polarización de las opiniones según las lineas de propaganda de cada fuerza involucrada); en Venezuela (estigmatización del gobierno chavista 7 e intentos de golpe destituyente); en Argentina (engaño electoral y revanchismo antipopular del conservador Mauricio Macri).
En muchos de estos casos, uno de los hilos conductores radican en la irracionalización creciente de la construcción política a favor de una expresión exacerbada de la dimensión emocional-identitaria, fenómeno que el geopolitólogo Dominique Moïsi se propuso analizar a escala global hace varios años en su obra Geopolítica de las emociones (2009). Donald Trump, del mismo modo que Ronald Reagan se sintonizaba con la gramática del cine de Hollywood – vector de un maniqueísmo muy adecuado al período de la Guerra Fría -, se dirige directamente a sus electores usando las pautas del show televisivo y de las redes sociales, desarrollando una verdadera estrategia del caos. Confunde la visión de conjunto del público, ponteando a los medios tradicionales, y apela a las emociones colectivas, en particular a los sentimientos negativos: el miedo a los migrantes; el odio hacia el establishment o a los aparatos institucionales; el rechazo de las voces mediáticas dominantes, apuntando hábilmente su adversario político y demonizándolo. Usa la envidia para cristalizar el electorado alrededor de una identidad herida y la necesidad de recuperar la grandeza de los Estados Unidos.
Todos estos elementos, bien conocidos por los especialistas de la propaganda – entre ellos el ruso Serguéi Chajotin, opositor de los embates de la propaganda nazi en los años 1940 y autor de La violación de las masas por la propaganda política (1939) –, se pueden comparar con los distintos ingredientes movilizados por Hitler y Goebbels en su otrora régimen totalitario. Pero esta vez – y esto es la novedad al menos para algunos – en tiempos democráticos. La propaganda totalitaria se ingeniaba a generar una exacerbación del miedo y del odio del otro, el resentimiento hacia los responsables del declive o de la crisis con la búsqueda de chivos expiatorios. Se pretendía purificar de algún modo la sociedad, estigmatizando y borrando los elementos perturbadores (musulmanes, migrantes, marginales, grupos étnicos), amenazando aquellos que obstaculizaban esta purificación. Según Serguéi Chajotin, el líder ideal de un proyecto totalitario es “aquel para quien el interés social y la comprensión de las aspiraciones y la psicología de los individuos formando las masas se asocian”. Precisamente, la fuerza de Donald Trump es haber entendido, pese a la reticencia de su entorno cercano, la psicología de masas del pueblo norteamericano (y no solamente el perfil de las élites de las costaneras del Oeste y del Este o las minorías marginalizadas). No dudó en descalificar a los medios oficiales e instalar una supuesta vía “alternativa”, recurriendo a falsas noticias, relatos ofensivos, negacionistas o conspirativos.
Como lo señalamos, estos ingredientes están lejos de ser circunscritos al perímetro particular de una nueva élite política reaccionaria en los Estados Unidos. A su vez, varias experiencias políticas, entre ellas en América Latina, nos muestran que el acercamiento emocional de un líder político con su sociedad puede ser un vector favorable de resignificación política, de reducción de los resentimientos o de reconstrucción de mayoría social 8. Pero la vertiente “expoliadora” de esta modalidad tiende a difundirse hoy, con menos intensidad y con otras orientaciones, vertientes y matices, en varios escenarios políticos, formando una nueva vía cognitiva y comunicacional, imbricados (o no) en las prácticas de construcción política. Se trata de una modalidad de carácter irracional, demagógico y reaccionario, tomando sus argumentos, en última instancia, en las fallas (reales o inventadas) de las arquitecturas políticas y económicas actuales. En este sentido, no está de más recordar que el medio en el cual estamos sumergido hoy ha gradualmente revertido las relaciones perceptivas entre los incluidos y los excluidos, entre los humillantes y los humillados. Si bien las técnicas de ocultamiento se han sofisticado, quedan ostentadas como nunca antes las desigualdades sociales, el modo de vida de los híper-ricos, los simulacros de gestión colectiva de los asuntos globales, etc. En definitiva, el rey está (más) desnudo, y esta imagen “pornográfica” por así decirlo contribuye a potenciar la huida hacia posturas defensivas y nuevas contenciones psicológicas (particularmente en las clases medias educadas y formadas 9). Del otro extremo, esto alimenta también el avance de los enfoques securitarios y punitivistas, a contramano de abordajes transformadores que muchos actores de la sociedad civil están proponiendo en el otro extremo.
En este contexto, es cierto que la noción de guerra híbrida (o de 4ta generación), inseparable de la dimensión comunicacional, se ha vuelto una realidad y puede resultar útil para caracterizar los cercos mediáticos. Las batallas informacionales ya se han integrado a las confrontaciones financieras, industriales o militares, no solamente en el arsenal de las principales potencias, sino de todos los partícipes de las guerras, hoy devenidas esencialmente en guerras irregulares (asimétricas). Surgen los conceptos de “seguridad cognitiva” en los ámbitos corporativos o en las doctrinas de defensa. La fabricación del enemigo, constante en la historia de los conflictos, ha sido particularmente perversa a nivel planetario con la ofensiva en Irak a partir de 2002. Precisamente, esta ofensiva, cuyos efectos se han expandido en Siria y en otros lugares, ha contribuido en evidenciar el contraste entre improvisación de un cambio de régimen y manipulación de los eslabones de las instituciones internacionales. Segundo, ha precipitado una derrota política que ha incentivado una contra-propaganda de parte de todos los partícipes y adversarios, entre ellos el Estado islámico (cuya potencia comunicacional supera ampliamente su potencia militar y que evolucionó hacia un movimiento revolucionario 10). A propósito, Dimitri Kiselev, director de la nueva agencia estatal rusa Rossiya Segodnya, no anunciaba en 2014 su rebeldía contra la objetividad occidental y la respuesta rusa: “¿Es la CNN objetiva? No. ¿Es la BBC objetiva? No. La objetividad es un mito que nos ha sido propuesto e impuesto 11”.
Sin embargo, esta misma noción de guerra informacional nos permite difícilmente abordar las entrañas más sutiles de estas nuevas modalidades cognitivas que permean también el interior de los cuerpos sociales. La noción de verdad, y de orden espiritual e informacional que lo sustenta, es en definitiva un bien individual y colectivo, no absoluto y dinámico, que se sostiene sobre un conjunto de construcciones racionales e irracionales, socioculturales y políticas. Es cierto que los muros mediáticos siguen nítidamente las fronteras existentes entre los intereses y las potencias del tablero geopolítico. Pero como lo mencionamos más arriba, los muros mentales o cognitivos no necesariamente se superponen de modo lineal con estas fronteras. Varios factores concurren a esto. La diseminación del poder mediático es uno. La crisis de confianza en los medios dominantes es otro. Lo que ciertos analistas describen como una revancha de las pasiones y de la historia frente al corsé del orden pasado constituye otro factor.
En este sentido, observamos que se está consolidando por un lado una tendencia a la polarización y la radicalización de las posturas, particularmente en los extremos del espectro político, en cohabitación muchas veces con un relativismo cultural o incluso un negacionismo, que se ha ido pronunciando sobre casi todos los temas importantes de la agenda internacional. Se van agudizando ciertos comunitarismos y sectarismos, a medida que aparecen desestabilizaciones sociales o factores de inseguridad. El sociólogo Boaventura de Sousa Santos asocia parte de este fenómeno al auge de un “neofascismo social” en relación a un secuestro de la democracia. Por otro, se manifiesta una suerte de búsqueda de otra racionalidad, de renuncia para encarar una interpretación más compleja e inacabada de la realidad, o tolerar varios ángulos de crítica y análisis, en un contexto de saturación informacional y de relativismo de las fuentes de información 12. Ahí también nos reencontramos con un factor identitario que actúa como un mecanismo segregativo. Todo esto concurre a generar una especie de estrechamiento de los relatos, un repliegue en el campo de las certezas ideológicas o de creencias, substituyendo la actitud mayéutica por la duda sistemática, el juicio de intención o la categorización cortante.
Como ilustración de esto, los productores de teorías del complot, de rumores, falsas noticias y otros métodos de desinformación, tienen actualmente el viento en la popa. Frente al debilitamiento relativo de las fuentes hegemónicas, configuran hoy un ecosistema y un nicho de mercado consolidado: el grupo vinculado a InfoWars 13 por citar uno de ellos, identificado como una fuente importante de manipulación a nivel global, posee una ganancia anual estimada a alrededor de 10 millones de dólares. La investigadora estadounidense Kate Starbird 14 identifica un ecosistema de 188 medios a raíz de un estudio de 3 años sobre los flujos de desinformación relacionados a distintos temas de la agenda pública. Emerge de este análisis que cualquier evento sociopolítico de magnitud significativa, incluyendo obviamente los procesos electorales, forma el caldo de cultivo de maniobras de influencia y tergiversaciones. Más finamente, observamos que la ampliación a este tipo de fuentes informativas genera un efecto de precarización cognitiva similar a los que se desarrollan en las sociedades que conviven con potentes monopolios mediáticos: la variedad aparente de las fuentes encubre una nivelación uniformizante del relato; los patrones de racionalidad se empobrecen o se estigmatizan, en vez de complejizarse, generando una desconfianza selectiva hacia tal o cual blanco expiatorio; rige un bombardeo de datos y una “info-obesidad”, demultiplicado por los redes digitales; en ciertas circunstancias, pueden generar golpes mediáticos 15 o alterar seriamente los ejes del debate público.
Los ejemplos de Venezuela, Siria o Ucrania son elocuentes en este sentido. En el primero, como en otros países que experimentan formas de populismo “positivo”, la disonancia cognitiva generada por la diabolización constante del gobierno venezolano por la oposición política y sus aliados, impide a buena parte de la sociedad global (incluyendo los simpatizantes de la izquierda) comprender el espesor político y la situación conflictiva del país. Se genera por ejemplo una incompatibilidad de razonamiento entre las formas de cooperación de Venezuela con Irán o Rusia, las innovaciones constitucionales y el apoyo popular al proceso venezolano. Un argumento puede ser motivo para aniquilar y jerarquizar a todos los demás. En el caso del conflicto sirio, es la propaganda de auto-victimización del régimen sirio alauita (frente a una coalición internacional y la oposición islamista no alauita) que crea un cerco perceptivo para todo un sector de simpatizantes no-intervencionistas, anti-imperialistas y anti-sionistas, tanto a la extrema derecha que a la extrema izquierda. Este cerco impide entender que el régimen sirio reprimió una real revuelta popular que surgió en el 2011 y ha sido el primer causante de víctimas en el conflicto. Desde el exterior, tanto los argumentos geopolíticos (colonización por el petróleo o el gas, invasión imperial, alianzas ambiguas en torno a trafico de armas, etc.) como los argumentos religiosos o identitarios, jerarquizan la percepción, desde un alto nivel intelectual hasta las bases sociales y militantes. Y podríamos seguir así con otros temas.
Más allá de la primera fila de barreras distorsivas instaladas por las fuerzas involucradas en estos escenarios, pueden rápidamente aparecer otras barreras, tanto identitarias, conceptuales o sectarias, que neutralizan el espesor del razonamiento y que incluso pueden terminar funcionales a las principales estrategias de ocultamiento. Aclaramos que no se trata aquí de condenar un pensamiento distinto o alternativo, o jactarse de un punto de vista vanguardista y superior. Se trata más bien de un breve ejercicio autocrítico, necesario para evidenciar una nueva zona de contradicciones en la cual, nos guste o no, ya estamos sumergidos y con la cual vamos a tener que lidiar para un tiempo largo. “El problema no es la verdad sino las creencias” planteaba el teórico de la información Heinz Von Foerster en los años 1990. Agregamos a esta máxima que la problemática actual es el brote de nuevas relaciones con lo real y sobre todo el riesgo de ver una instrumentalización política de la sed de sentidos, de marcos interpretativos y de creencias, que no duda en recurrir a la manipulación de las pulsiones humanas más elementales que Iván Pavlov había revelado en su época.
Al final, la promesa de conectividad global, que presagiaba un camino más despejado hacia una comprensión objetiva, desideologizada e integradora de la complejidad política, queda por verse. Hoy somos testigos de que el auge de la hiperconectividad planetaria va siguiendo y amplificando las líneas existentes de fragmentación o polarización. Esto se ve amplificado por una especie de brote irracional-identitario, de migración hacia zonas seguras de repliegue cognitivo. Todo indica que este movimiento de especulación narrativa nos seguirá atravesando y crecerá en el futuro. Gran testigo del siglo XX, el filósofo Edgar Morin subraya que “no se puede refundar la política haciendo la economía de una comprensión y de un (re)pensamiento”. Adherimos a este planteo y de algún modo, la situación actual nos está poniendo frente a nuestras vulnerabilidades y renunciamientos: dejar los atavismos éticos, perceptivos y conceptuales, para encarar un mundo en plena ebullición. Varios actores e iniciativas ya se están movilizando en este sentido. Es necesario fortalecerlos.
- Domenach, Jean-Marie, La propaganda política, Presse universitaire de France, 1950.
- Lazzaro, Luis, Hegemonía simbólica, el nuevo orden de la dominación global, 2017.
- Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2016, Reporteros sin Frontera.
- Tocqueville, Alexis de, De la democracia en América, 1830.
- Chaliand, Gérard, Perder guerras : un nuevo arte occidental, Odile Jacbo, 2016.
- La manipulación de los medios en su cobertura de las elecciones británicas, Vicenç Navarro.
- Ignacio Ramonet, entre otros, es testigo directo de esta estigmatización clivante en Europa.
- Laclau, Ernesto, La razón populista, Fondo de Cultura económica de Argentina, 2005.
- Teorías del complot. ¿Nuestra sociedad se ha vuelto paranoïca?, revista Sciences Humaines, enero 2017.
- Chaliand, Gérard, Terrorismo y política, CNRS, 2016.
- https://twitter.com/themoscownews/status/411105966336114688
- Peltier, Marie, La era del complotismo, la enfermedad de una sociedad fracturada, 2016.
- http://www.conspiracywatch.info/la-petite-entreprise-d-alex-jones-ne-connait-pas-la-crise_a1051.html
- Starbird, Kate, Information Wars: A Window into the Alternative Media Ecosystem, 2017.
- En noviembre 2016, la elección de Donald Trump fue perturbada por varias campañas (divulgación de correos de la DNC, rumores sobre los sectores financieros afines a Hillary Clinton, etc.) ; idem para la elección de Emmanuel Macron en Francia quien benefició de un amplio apoyo de los medios hegemónicos con la interferencia de una contra-campaña #MacronLeaks orquestada, según fuentes, desde Rusia http://www.slate.fr/story/145221/le-macronleaks-est-une-fakenews).